Los que se lamentan de la presencia que hemos dado al factor militar a través del tiempo no tienen idea de la trascendencia de su papel en la historia. Es habitual que circulen lamentos porque les concedemos precedencia ante los elementos de la civilidad, sin considerar que sin ellos no existiría la República de Venezuela. El pensamiento de tendencia liberal que determinó el rumbo del Estado nacional salió de la cabeza de letrados esenciales, todos formados en los claustros universitarios y en la soledad de las bibliotecas, pero el destino de la república, desde sus orígenes, dependió de huestes armadas. En adelante, a lo largo del siglo XIX, se vivió un pugilato dentro del cual resultó fundamental el desempeño de las bayonetas, que adquirieron preponderancia, en ocasiones hasta extremos escandalosos, para crear una pugna debido a la cual se ha sostenido la idea del desprecio de los hombres de pensamiento y de los dirigentes de los partidos políticos sobre la cual conviene detenerse buscando equilibrios perdidos.
Ha habido tal desprecio –o quizá, más bien, una subestimación de su colaboración en los distintos tramos en los cuales se formó la república–, pero ahora se quiere tratar el asunto militar para explicar, sin que nos rasguemos las vestiduras, por qué se nos ha dado por mirar hacia los cuarteles cuando queremos poner las barbas en remojo. En este sentido conviene remachar el hecho indiscutible de que la figura esencial de nuestra historia, o a quien se ha considerado como tal, no es solo una criatura de la academia militar, sino también un protagonista que adquirió fama y autoridad en el campo de batalla. En todos los cuadros para los cuales posó, o que pintaron los retratistas de la época que no lo conocieron, aparece metido en uniforme de gala, haciendo ostentación de sus charreteras. Después quisieron ponerlo de levita y corbatín, para disimular su procedencia castrense y para que los civiles de entonces y del porvenir formáramos también parte de su descendencia y tuviésemos la oportunidad de una vanagloria legítima. O en la cabriola de su estatua más socorrida, esa que habitualmente está en el centro de nuestras plazas, en las cuales aparece con uniforme de general en jefe con un pergamino en la mano, es decir, con un elemento a través del cual se hace memoria de su interés por los asuntos intelectuales y legales que habitualmente se atribuyen a los adustos prohombres que se formaron en la profundidad de los institutos civiles.
Después de la Independencia, la faena de separarnos de Colombia para formar una sociabilidad de cuño liberal, moderna y progresista, según la sensibilidad de la época, solo se pudo llevar a cabo debido a la influencia de figuras elevadas a la celebridad por proezas bélicas, mientras los pensadores y los opinantes ocupaban un segundo plano. Al terminar la Guerra Federal, el camino que se abre hacia una cohabitación de talante moderno y hacia un concierto capaz de permitir que la sociedad subsistiera sin caer en continuas matanzas igualmente se debió a los lauros de un hombre metido en arreos cuarteleros. De lujo, pero cuarteleros. Era la ruta “natural”, debido a que se salía de una escabechina. Quiso ocultarlos haciendo ostentación de letras y códigos, pero todo el mundo sabía que su autoridad más dependía de la espada que de la pluma. Entonces, pero también en el pasado reciente, desde la culminación de la Independencia, sucedió un hecho sobre el cual caminamos en puntillas para no levantar demasiado polvo: sobraron los escribidores y los catedráticos que formaron una camarilla obsecuente de servidores del uniformado de turno. También los hubo díscolos y dignos, aguerridos hasta arriesgar su vida y su libertad, pero no fueron los más numerosos.
No entramos ahora en las “salvaciones” militares del siglo XX porque son harina de otro costal, entre otras cosas porque por fin se funda una institución armada con disciplina y reglamentos que se divorcia de las carencias de organicidad que caracterizaron a los antecesores, y de los balbuceos predominantes; pero especialmente por su vocación de estamento separado y superior que pretende el asentamiento de su hegemonía. Pero, para el tema que ha movido hoy al opinador, es evidente que la elevación de esa nueva corporación también nos anima a seguir pensando en el salvavidas de los hombres de armas. Quizá no haya todavía nada nuevo de veras bajo el sol venezolano.
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