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Los media lengua

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Pontificar sobre la libertad de expresión es una de las cosas más fáciles del mundo moderno, debido a que forma parte de un conjunto de derechos consagrados por el avance de la civilización. Fue difícil en los tiempos del antiguo régimen, porque atacar a los reyes no solo era pecado mortal, sino también delito susceptible de pena capital. Pero eso pasó en épocas remotas, cuando existían autoridades de origen divino a las cuales protegía su procedencia; o en las horas oscuras de las dictaduras posteriores que, tal vez desde una absurda ilusión, se vienen considerando como antiguallas que han desaparecido de la faz de la tierra. La defensa de la libertad de expresión es ahora asunto políticamente correcto y tema habitualmente bienvenido, sobre todo en las capas de la sociedad que se suponen mejor dotadas de pupitres y libros. Si vemos cómo campea en las redes sociales con la animación de legiones de idiotas contra quienes no se puede levantar la voz para no contrariar el sagrado precepto, ni las personas ni las instituciones nadan contra la corriente cuando defienden la autonomía del pensamiento y los vehículos a través de los cuales se concreta.

Las dictaduras que todavía existen, como la venezolana de la actualidad, saben perfectamente que deben mirar con cuidado el asunto, aunque en él se les pueda ir la vida, porque es mal visto que se parezcan demasiado a Somoza y a Trujillo y a Castro en su empeño de clausurar periódicos y desenchufar emisoras de radio. También proclaman su respeto de las libertades individuales y de las maneras que tienen de comunicarse, pero le buscan la vuelta a la incomodidad para que no se les vea como los mandones abominables que se han puesto de ejemplo. De allí que revistan de legalidad los procedimientos arbitrarios contra la expresión de las palabras escritas, orales o dibujadas, o que pretendan prohibirlas partiendo de la defensa de virtudes que forman parte del paquete, como la objetividad, la obligación de pensar los problemas con calma, la verdad verdadera y el honor del prójimo. El madurismo tiene que llenarse de cautelas cuando pisa el resbaladizo terreno, no vaya a ser que lo pesquen como caimán del mismo caño en el cual navegaban los bichos que imita después de pasar días enteros en la sala de maquillaje.

Pero ¿cuál es la razón de esta disquisición que parece obvia, y que puede sentirse con ganas de no llegar a ninguna parte? El silencio de las grandes cadenas de radio ante el cierre reciente de dos populares emisoras que funcionaban en Caracas. Los micrófonos de esas influyentes corporaciones son evangelistas de la libertad de expresión, cuando se trajina en términos abstractos. Se proclaman como enemigos de la censura y de la existencia de inquisidores cuando el alicate y quienes lo usan no parecen demasiado cercanos. Cantan la misa del día con órgano, sopranos y violín, si la epístola no incluye versículos sobre la humillación de las emisoras hermanas. Son paladines de la libertad de expresión para formar parte de la ola ultramoderna y archiprogre en cuyo candelero quieren que los vean, o más bien que los oigan, como también lo anhela Maduro, sin que los gestos de solidaridad les compliquen la vida. El ingenuo cálculo de que la docilidad evitará que pasen por el mismo ahogo, seguramente ha guiado su silencio.

Las historias que corren sobre las prevenciones tomadas por las grandes cadenas ante la desdicha de dos emisoras supuestamente hermanas no son edificantes. Órdenes de silencio o de tocar el asunto como detalle pasajero, mensajes de dejar hacer y dejar pasar, porque cuando se rasura la cara a tiempo no hay que perder el sueño por las barbas del vecino. Así la defensa de la libertad de expresión es una de las cosas más sencillas de nuestros días, como se afirmó al principio, ropa que engalana si se aleja de las salpicaduras. La búsqueda de explicaciones sobre la permanencia de la dictadura encuentra evidencias elocuentes en actitudes como las que se han descrito, y que provienen de fuentes dignas de todo crédito a las cuales se puede acudir por petición de parte interesada.

Ante tales noticias, y para no llegar de sopetón a un análisis severo, me conformé con preguntar a Jaime Nestares sobre el proceder de la institución en la cual se cobijan las radios privadas del país, y recibí una respuesta contundente: “La Cámara de Radio demostró que no sirve para nada”.

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