Hace muchos años, el predecesor tuvo una fijación con el tema de los niños de la calle. A pesar de sus consabidas exageraciones y de su infaltable demagogia, se trataba de un tema nuclear para las nociones más elementales de la justicia social, y por eso, entre otras razones, alcanzó una gran resonancia en la opinión pública. La cifra de niños de la calle que había en algunas ciudades importantes de Venezuela no disminuyó sino que aumentó. Los supuestos centros de atención que fueron inaugurados en cadena nacional, se los tragó la incuria y el abandono. En la actualidad, los niños de la calle no son un mero tema que merezca una mejor atención del Estado y la sociedad en su conjunto. No. Es una tragedia de proporciones calamitosas, que va a la par con la catástrofe humanitaria que padece Venezuela, en plena bonanza de los precios petroleros en el mercado mundial.
Pero el objetivo principal de estas breves líneas no es la tragedia de los niños de la calle en este país despedazado. Es otra tragedia, aún más colosal, que engloba a aquella y la extiende en numerosos ámbitos sociales y también políticos. Es la tragedia de los huérfanos de la calle. Los millones de venezolanos, de distintas edades, que salen a la calle no para trabajar, no para estudiar, no para dedicarle tiempo a una sana recreación, no para vivir con humana dignidad; sino que salen a la calle a buscar la precaria supervivencia de cada día, que muchos no consiguen ni siquiera hurgando en la basura, y otros la alcanzan a través de la violencia criminal. Son huérfanos porque carecen del amparo más básico que pueda proporcionar una nación que, al menos, esté encaminada, paso a paso, hacia adelante.
Ahora bien, la orfandad no solo se refiere al tema socio-familiar, uno de sus aspectos más dolorosos y, a veces, más injustos. La orfandad se puede referir a muchas cuestiones y una de ellas es la representación política. Cuando una parte significativa de la comunidad, sea local, regional o nacional, no se reconoce representada por ninguna parcialidad política o por ningún pretendido dirigente político, entonces es dable afirmar que esa comunidad se encuentra en situación de orfandad política. Y estas orfandades, si se permite la expresión, no son compartimentos estancos. Están estrechamente conectadas. La representación política ayuda a enrumbar a la comunidad, y un rumbo en sentido constructivo es indispensable para aliviar todos los demás tipos de orfandad. Lamentablemente, lo contrario también es verdadero.
Si algo demostró el remedo de elecciones municipales, recién efectuado, es que la gran mayoría del pueblo venezolano no se siente representada por nadie. Rechaza al poder que encarnan Maduro y los suyos, pero no apoya a los que se presentan como sus alternativas electorales. O por lo menos no apoya a gran parte de estos. Es difícil obtener una precisión exacta, pero es obvio que mucha gente que votó por candidatos no oficialistas lo hizo para protestar contra los oficialistas, no por identidad ni mucho menos por entusiasmo por los candidatos de “oposición”. Por supuesto, no se debe generalizar, y seguramente habrá las excepciones del caso. Pero en el presente lo característico no es el brumoso “ni-ni” de otros tiempos, sino un más definido e impredecible “no-no”.
De eso se trata la orfandad. Y, claro, quien más se perjudica es el huérfano, es decir, el pueblo. Y quien más se beneficia es el que ocupa el poder, porque no tiene un rival dispuesto a sustituirlo de verdad, o sea, a través de un cambio de fondo y efectivo. Para superar a la hegemonía, tiene que conformarse una conducción política con verdadero compromiso, no con palabras que solo sirven para interpretaciones contradictorias, o más bien acomodaticias. ¿Eso es posible? Definitivamente, sí. ¿Eso está en marcha? Por lo menos no en República Dominicana, ni en la sospechosa ilusión de mesías empresariales. Por eso estamos presenciando cómo se calienta la calle (por aquí, por allá, por más allá) y todo por efecto de la catástrofe humanitaria, y la correcta percepción de orfandad que se deriva del poder establecido, y de muchos de los pretendientes a establecerse en el poder.
Para que las “condiciones objetivas” de la catástrofe humanitaria que padece Venezuela, cada día con más intensidad y desolación, puedan transformarse en una energía positiva de cambio radical, es necesaria una conducción política con una disposición a prueba de negociados y cambalaches. Eso será lo que haga factible que impere la representación y no la orfandad. Claro que nada de esto aparecerá de la nada, como por arte de magia. No. Saldrá de la lucha, de una lucha frontal que esperemos encuentre en 2018 su tiempo propicio. Si en verdad queremos que Venezuela no siga despeñándose en caída libre; si en verdad queremos que la violencia de variados orígenes no nos termine de envolver en un incendio social; si en verdad queremos que se pueda comenzar a superar a la hegemonía despótica, depredadora, envilecida y corrupta que destruye a la patria; si en verdad queremos todo eso, entonces no podemos seguir siendo huérfanos de la calle, sobre todo en sentido político, y debemos impulsar una conducción política que sepa aprovechar los amplios caminos de la Constitución, en cuanto a la protesta y movilización, para producir un cambio de fondo.
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