COLUMNISTA

Los hijos de Venezuela

por Jeanette Ortega Carvajal Jeanette Ortega Carvajal

Me levanté sobresaltada por la voz emocionada de una vecina quien vive en uno de los edificios aledaños a mi casa:

 —¡Llegó el agua! -gritó eufórica en horas de la madrugada.

Algo aturdida por el cansancio físico y anímico después de 12 días en tinieblas, sin comunicaciones, sin agua, medio dormida y estresada, quise comprobar si lo que dijo esa mujer era cierto. Puse mi mano sobre el grifo del lavamanos, pero no me atreví a girarlo por temor a que ese grito fuera tan solo una falsa alarma.

La verdad, no es un secreto. La situación es grave. En este instante, lo importante es encontrar una solución, no escuchar excusas cada vez más absurdas por parte del gobierno intentando echarle la culpa a otros. A todo esto sumamos un calvario más: en Venezuela, mucha gente, por desesperación, ha tenido que sacar agua de tuberías adyacentes al contaminado río Guaire… ¡eso duele! “Muchos están peor que nosotros”, suelen decir algunos para animarse. ¡Pero decir eso duele más! Y es que, mal que bien y pasando trabajo, estamos sobreviviendo no solo a esta creciente crisis que se agudiza y que aparentemente se dirige hacia el caos, sino a 20 años de un gobierno comunista, indolente, falso e incompetente, empeñado en destruir y enriquecerse mientras engaña, somete y veja a todo un pueblo… No es fácil vivir así… No lo es.

Durante días y horas hemos permanecido sin comunicación. Las baterías de los celulares las recargamos en el carro y allí sintonizamos los programas radiales de los periodistas Román Lozinsky o de Shirley Varnagy, quienes, por fidelidad a los principios de su profesión y por trabajar en emisoras que tienen planta eléctrica, dicen la verdad.

Un daño colateral de esta situación es el anímico y el mental. Delante de nuestros hijos fingimos que esta crisis no nos afecta y llenamos con fe nuestras esperanzas, aferrándonos a la idea de que esta carencia de servicios básicos, injustificada e inaudita, es temporal y que pronto volveremos a tener calidad de vida. Solo eso pedimos en Venezuela: ¡calidad de vida!

Mi hija, como los hijos de otras familias quienes vivimos en este país, está triste. Dice que le da miedo salir. No puede ver televisión porque no hay electricidad. No puede ir al cine, a fiestas o a reunirse con compañeros de clases como cualquier adolescente. Tampoco ha podido sonreír escuchando los cuentos que solían echarle Patrizia, Mafer, Sofía y Sergio, amigos quienes hace algún tiempo emigraron junto a sus padres.

Una vez, sin que mi hija se diera cuenta, la escuché mientras hablaba por Facetime en grupo. Se veía feliz y la vi reír varias veces. Por un momento soñó que su vida era segura, despreocupada y alegre, igual que la de sus amigos, así me lo dijo…  Es casi un crimen que en el mes de marzo todos los niños y adolescentes de Venezuela tuvieran tan solo 8 días de clases. ¡Qué impotencia! Si no hacemos algo, la penumbra también buscará albergo en el conocimiento y hará mella en el alma y en el futuro de nuestros hijos.

¡Dios!, otro bajón de luz. Y yo aquí, paralizada. Pensando. Con la mano en el grifo sin atreverme a abrir la llave del agua.

Pero regresando a nuestros niños, sé que muchos padres jamás hemos recordado con tanta vehemencia el mensaje de esa hermosa película italiana de Roberto Benigni, La vida es bella, en donde un papá inventa fantasías para proteger la salud mental de su hijo, hacerlo reír y lograr que sea feliz. Lo triste, y haciendo la analogía, es que nosotros no estamos en 1939, en un campo de concentración nazi. Estamos en la Venezuela del año 2019 y sin embargo, como en la película, intentamos hacer lo mismo con nuestros niños en un país que hasta no hace mucho tiempo era considerado uno de los más felices, prósperos y ricos de América Latina.

¡Buenos días, amor!, con esa dulce frase saludo a mi hija y la beso en la frente para luego darle la bendición. Seguramente así se inicia el día de muchos venezolanos, quienes como yo tienen que disfrazar lágrimas con sonrisas en un intento de que nuestros hijos no se entristezcan más y comprendan que sí estamos luchando.

La luz del baño se apagó. A oscuras, agarré valor para hacer lo que debí haber hecho antes. Respiré profundo. Giré la llave del grifo. Efectivamente, el agua había llegado.

En ese momento, ¡qué casualidad!, también llegó la electricidad. Entonces lo comprendí. Me di cuenta de que a pesar de la oscuridad no debemos paralizarnos. Debemos ser la luz que con tenacidad vence las sombras. Debemos hacer lo que creemos que es necesario porque, y así lo siento, estamos a punto de lograr aquello por lo que tanto hemos luchado.

Me lavé la cara para despertar de mi cansancio. Me puse mi gorra tricolor. Me pinté los labios. Me cubrí de coraje y sin pensarlo, salí a la calle a protestar.

Esto está por terminar. No lo duden. No será mañana pero estamos cerca y no lo lograremos con los brazos cruzados ni destruyendo a nuestros líderes por las redes sociales. Lo lograremos unidos y con constancia.

En mi pecho, la Virgen de Coromoto esculpía confianza y apartaba el miedo con la fe. Fue entonces cuando sentí que junto a este bravo pueblo no solo rescataría la democracia, sino que recuperaríamos la vida, la sonrisa y los sueños de todos los hijos de Venezuela.