COLUMNISTA

Los dormidos y los muertos

por Harold Alvarado Tenorio Harold Alvarado Tenorio

Una editorial bogotana, inclinada a la difusión del manga biográfico y los descuidos en la depuración de parágrafos, ha publicado un ingenio histórico retórico de un sedador de Aránzazu, patria de José Miguel Alzate y Javier Arias Ramirez, municipio que Marianne Ponsford, apuntalada en el alejandrino Areteo de Capadocia, dice vivir embellecido por locos de remate, asaltados por manías y nostalgias. El artilugio, que recuerda el lema The Naked and the Dead, considerada una de las grandes novelas del siglo pasado porque, “registró el salvajismo oculto en nosotros y su capacidad para penetrar en el corazón y la mente de los hombres”, alcanza momentos estelares gracias al ardor que inocula en el lector un estilo sublime que nace del odio a la ideología de un conductor político, resultado de la ignorancia de las causas y los efectos de su gestión, sumados a los efectos tóxicos ocasionados por la beligerancia partidista de los gacetilleros.

Los dormidos y los muertos, de Gustavo López, ocurre en Manizales en los 217 días que hubo entre la muerte de Laureano Gómez Castro, el 13 de julio de 1965, y de Camilo Torres Restrepo, el 15 de febrero de 1966. En ese continuo presente, López instituye una paráfrasis de los actos políticos de Gómez, que, según su indagación de la historia colombiana posterior a la caída del Partido Liberal, conduce al fracaso de la revolución armada de las FARC, el ELN y la teoría del foco debreniano, a manos de la delincuencia común.

López consume 200 de las 480 páginas de su aparato en trasmitirnos los acontecimientos “reales” y “relevantes” para la tramoya de la Bildungsroman de Eccehomo Almanza, quien al agonizar Laureano Gómez tiene 17, y 18 al sucumbir Camilo y él mismo. Y la ciropedia de su hermano León Décimo y su amante, Alba Lucía La Mar, alias La Luxemburgo, a manos de unos prosélitos del cura Torres que concluye también con el fusilamiento de aquel.

Mientras esto ocurre López destila todo el veneno posible de un narrador omnisciente contra la oligarquía colombiana encarnada primero en Gómez y luego en Rojas Pinilla y Guillermo León Valencia. Por partes iguales a cada cual va dando su merecido de improperios, denuestos y escupitajos morales y políticos. Un narrador que por destellos pasa de la tercera persona a la primera, dependiendo del odio que quiera contagiar. Todo en ellos ha sido un flutti di sangue, desde el día que Ramón Nonato Almanza, católico y conservador de Pamplona, muere, entre el 11 y el 25 de mayo de 1900, en la batalla de Palonegro, conscripto por las huestes de Uribe Uribe, a la misma hora en que su mujer Severina Blanco da a luz a Deogracias, padre de los muchachos Almanza, barbero de profesión, que con 30 años y su tío José del Cristo, integrantes del comando Hermanos de Matatías Macabeo, dan muerte al alcalde de Chinacota, “un tal sargento Anselmo Tarazona, el mismísimo perro liberal que había asesinado en el atrio de la iglesia del pueblo al padre Gabino Orduz y puso su caballo a que se le meara encima delante de todos en aquel cagadero de cobardes” y tienen que huir hacia la capital del Gran Caldas, donde llegan un domingo y en la plaza, ante la mole de su catedral escuchan “una fanfarria y después, muy cerca del parque comenzó a oírse La Marsellesa. Se llenó de gente la plaza por los cuatro costados y algunos de los que venían adelante comenzaron a quemar voladores. Después apareció una caravana de automóviles descapotados. En el primero, un Ford Victoria lustroso y amarillo, venían tres mujeres de pelo corto y cetro en la cabeza, los labios acarminados, levantando las manos, saludando sin cansarse. Luego apareció otro carro negro, reluciente y largo, un Packard donde venía al parecer el obispo y un par de monseñores. Enseguida un Ford gris y reluciente con un señor muy envarado, vestido de frac agitando suavemente un sombrero de copa. Detrás a pie venía una banda de músicos, los niños de los colegios, una banda militar, una carriola llena de hombres jóvenes con vestidos de paño y corbatín de seda bebiendo brandy en copas de cristal de Riedel y más atrás otro Ford a cuyos lados se apiñaba una entusiasmada multitud vivando a un hombre trajeado de piloto con bombachos carmelita tomando champaña a pico de botella y ciñendo su cabeza con una corona de laureles. Después venía una bueyada y al final el pueblo llano incluido un par de negros”.

El Monstruo de Los dormidos y los muertos no es Laureano Gomez, es Deogracias Almanza, el rapabarbas de la peluquería Torna a Sorrento, que adora al godo y odia a los liberales, que canta y escucha a todo pulmón las óperas de Verdi, va a misa los domingos y tiene una moza, mientras su esposa Adelaida, y Antonieta y Elenita, las hijas, cuyos nombres ha permitido su marido elegir, se dedican a sobrevivir de las costuras y oyen las radionovelas El derecho de nacer de Félix Be Cañé y Lejos del nido de Juan José Botero o leen a escondidas la vida de Antonieta Rivas Mercado, muerta por su propia mano en la catedral de Notre Dame con un revólver de José Vasconcelos, narrada por Carlos Saura.

Cada caída de la tarde el Repórter Esso da noticia de la muerte de unos y de otros, del golpe de opinión de Rojas Pinilla, de la traición de Laureano al impedir que Guillermo León Valencia fuese el primer presidente del Frente Nacional, de la aparición de los frentes guerrilleros de las FARC y el ELN, de la muerte de Laureano y la muerte de Camilo. Pero de los liberales, nada. Nunca de ellos hablan ni el narrador erudito ni el Repórter Esso. Parece como si las sucesivas felonías de Alberto Lleras con su partido no hubiesen ocurrido, ni que Pedro Gómez Valderrama, el intelectual experto en las torturas de la inquisición y en remedar a Jorge Luis Borges, autor de la falaz novela histórica sobre Geo Von Lengerke, hubiese sido el ministro de gobierno que confirmó las órdenes para arrasar con napalm a 128 campesinos que el hijo de Laureano tildó de repúblicas independientes, de las cuales apenas sobreviven el Banco de la República y la Universidad Nacional.

Las miserias y las esperanzas de la patria, controlada por aquellos que Deogracias odia, desfilan en las semblanzas de los miembros de la familia. Laureanito se hace modisto para señoras y Antonieta queda preñada de un desconocido mientras iba oyendo la vida de Albertico Limonta. La envían a Bogotá a un refugio de madres desamparadas y luego de un parto por cesárea, muerta la cría y casi muerta la madre, la mácula del pecado de la carne cometido por el chacal del útero, la lleva al suicidio. Álvaro Pío ha dedicado sus días al esoterismo y convoca, con la ayuda de Samael Aun Weor, hijo natural de Laureano Gómez, y madame Blavastsky y Allan Kardec el alma de su hermana, hasta que termina en una ruina de prostíbulos y aguardiente pidiendo perdón a su padre para que le permita volver a peluquear con él en Torna a Sorrento.

León Décimo ingresa al seminario para hacerse clérigo, allí conoce a otro que le induce a ser un cura obrero y de allí al sindicato de una fábrica de telas hasta que cae en manos de una banda de vulgares atracadores que solo la incrédula Luxemburgo, único comediante lúcido de la novela, alcanza a vislumbrar. Eccehomo Almanza, que ha pasado la mocedad pensando en ella, en su olor y su cuerpo, leyendo en los libros de poesía y marxismo de su hermano, muere sin saber por qué, convertido en un espectro que es el vivo retrato del porvenir de esta república. Sin que falte el avivato, encarnado en Lázaro Plata, hermano de la madre, vividor profesional y gran lagarto.

Lo que mal comienza, mal acaba. Al final, Eccehomo Almanza Plata yace oculto en un lugar remoto huyendo de la policía que lo persigue y donde espera que una partida de revolucionarios venga a rescatarlo. Pero no hay tal. “Oigo llaves que van probando una a una en la vieja cerradura –escribe–. Habla para que yo te vea, me repito. Las penas de la vida deben consolarnos de la muerte. Pronto me iré de aquí. Me llevarán a la oscura madrugada de mis incertidumbres: veré por última vez calles, personas, animales, cosas inciertas… Adiós país de mi vida breve, sepultura cochambrosa de sus mejores hijos, corral de bestias babeantes, pocilga de picaros y cafres, cementerio de cretinos de la concha de la madre que los parió”.

No hay duda, como ha escrito un crítico de Calarcá, que López, siguiendo al pie de la letra la consigna de un empleado del grupo Prisa según la cual “el escritor de ficción que entra en los vericuetos de la historia no tiene la obligación de ser fiel a esta”, después de haber denostado con saña contra la godarria, está convencido de que a Camilo Torres y a León Décimo Almanza no quedaba otro camino en la lucha política que la armada. Pero también sabe, el doctor López, que la revolución termina, a menudo, en manos de una pandilla de facinerosos como ese Chavarriaga que iba a enseñarles a hacer robos bancarios, a cambio de 25% del producto, pero desaparece con la plata sin estremecer su pelo engominado, la cicatriz rencorosa en la mejilla, el diente de oro y la mirada traidora.

Allí están Robespiere, el incorruptible; allí el jefe máximo de la revolución Plutarco Elías Calles; allí Lenin y Mao; allí los hermanos Castro; allí el general Franco y el general Pinochet; allí Chávez y su carnal Maduro, y aquí, sin duda, nuestro fraudulento Comandante Aureliano, con su chuspa y sus zapatos de tacón alto. Por algo ha hecho desfilar, en el gran lienzo de fondo de su aparato operático, figurantes como José Elías del Hierro, Lucio Pabón Núñez, Roberto Urdaneta, Mariano Ospina Pérez, Álvaro Gómez Hurtado, Alfredo Vásquez Carrizosa, Andrés Holguin, Gilberto Alzate Avendaño, Juan de la Cruz Varela, Charro Negro, Gilberto Vieira, Eduardo Zuleta Ángel, Pedro Antonio Marín, León María Lozano, Belisario Betancur, Doña Blanca Barón y doña Carlota Soto, Chispas, Desquite, Peligro, mi general Matallana, Sangrenegra, María Arango, Jorge Child, Manuel Vásquez Castaño, Antonio Larrota, Álvaro Marroquín, Galo Burbano, Jaime Arenas y Lisandro Duque Naranjo, que deambulan, como almas en pena, en esas doscientas páginas de “historia” que le sobran a Los dormidos y los muertos.

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