Cuando Freddy Guevara encontró refugio en la Embajada de Chile, el vicepresidente Tareck el Aissami se apresuró a escribir un tweet en el cual felicitaba a los receptores del perseguido porque adquirían materia de óptima calidad para la exportación del fascismo. Les viene al pelo para hacer campos de concentración como la tristemente célebre Colonia Libertad que funcionó en tiempos de Pinochet, dedicada a la tortura y al asesinato de los presos políticos, afirmó con sorna en sus 140 caracteres. El canciller de Chile no tardó en responder: aseguró de inmediato que la afirmación del burócrata venezolano era “un descriterio”. Busqué la palabra en el diccionario, pero no la pesqué en medio de la prisa. Sin embargo, topé con el vocablo “descriteriados”, que fue suficiente para entender lo que decía el funcionario desde su cancillería, y para apreciar muchas de las vicisitudes que nos conmueven en la actualidad.
Son descriteriados, según el habla popular de Perú y Chile, los individuos que sueltan y repiten juicios alejados de la realidad, chocantes con las cosas que pasan de veras, expresiones absolutamente fuera de lugar. Por consiguiente, el canciller austral colocaba las cosas en justo término, o deseaba colocarlas, cuando se refirió al descriterio del contestón que protestaba por la atención de una sede diplomática a los apuros del primer vice de la Asamblea Nacional motejado de fascista. Se supone, entonces, que el descriterio es un parecer que desvirtúa hasta extremos obscenos el entendimiento de la realidad, una separación subjetiva de los sucesos del entorno, una interpretación sin fundamento sobre las conminaciones del ambiente cercano producida por la ligereza de quien la desembucha. Pero el diccionario se refiere, en principio, a las opiniones descaminadas de las personas comunes que opinan a su aire porque les viene en gana, o porque congenian con las afirmaciones irresponsables, o porque su pereza no les permite una mínima averiguación sobre las cosas que desfilan frente a su nariz. Se refiere a una especie común con la cual tropezamos todos los días y de la cual escapamos con alivio para no caer en discusiones estériles, o simplemente para no perder el tiempo. Pero el predicamento de El Aissami no es el de un descriteriado habitual, no es la respuesta de esos especímenes comunes que define el diccionario cuando describe el significado de las hablas locales, no es la persona babosa frente a la cual marcamos distancias como si trasmitiera la peste.
El Aissami no es el descriteriado que topamos en los lugares rutinarios y de quien podemos escapar si nos acompaña la suerte, sino la voz de la dictadura omnipresente, uno más entre los promotores de un plan minuciosamente orquestado que consiste en ofrecer versiones torcidas cuyo propósito expreso es la negación y, en los casos aparentemente benévolos, la tergiversación de la realidad. Quizá el canciller de Chile, que no vive entre nosotros, pudo sentir que estuviera ante un descriterio aislado y pasajero, frente a la apreciación disparatada de unos hechos que se pueden achacar a una inhabilidad individual y aislada, pero jamás frente a un plan de la “revolución” cuyo objeto es hacer creer que la mentira es la verdad y el vicio la virtud, que la arbitrariedad es la justicia, que la miseria es distribución equitativa, que el villano es héroe y el verdugo arcángel benefactor. Lo cierto e irrebatible es que aquí tenemos un ministerio del descriterio a través del cual se divulga la única versión de la vida venezolana que se ajusta a los intereses de la dictadura y frente a la cual nadie se puede resistir sin el riesgo de la discriminación, del ostracismo y de la pérdida de la libertad. Es el ministerio que cumple la misión de poner frente a los ojos una espesa cortina para impedir la observación de las miserias del paisaje; una fortaleza que ofrece el descriterio de una brújula contrahecha, de un aparato contra natura cuyo insólito fin es la desorientación de los viajantes.
Pero el problema también radica en que, de tanto repetirse, el descriterio deja de ser un castillo de naipes. De tanta machacadera, y debido al aturdimiento que produce, se hace o se puede hacer criterio; es decir, interpretación admitida o respetable de la realidad. Entonces uno tiene que ponerse a destruirlo, como si fuera pieza de acero. De allí que, pese a la abundantes evidencias que ofrece el entorno, debamos llover sobre mojado, esto es, asegurar que Freddy Guevara es un político condenado de antemano por una trama de calumnias.
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