El concepto de desarrollo sostenible más aceptado es “el proceso que satisface las necesidades del presente sin comprometer la capacidad de las futuras generaciones, garantizando el equilibrio entre el crecimiento económico, el cuidado del medio ambiente y el bienestar social”, adoptado por el sistema de las Naciones Unidas. En términos menos académicos, un lugar desarrollado es el aquel donde la gente vive bien y se siente seguro y en confianza. Tiene que ver más con armonía, respeto y bienestar que con crecimiento y consumo. O como dice la encíclica Populorum Progressio 20): “El verdadero desarrollo es el paso, para cada uno y para todos, de condiciones de vida menos humanas, a condiciones más humanas”.
Para medir ese grado de bienestar se han inventado muchos indicadores, entre los cuales los más aceptados son el Índice de Desarrollo Humano (IDH) del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), el Índice de Progreso Social (IPS) de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) y muchos como los indicadores de transparencia, de libertad, de democracia, de felicidad, de seguridad y demás. También están los indicadores tradicionales como el ingreso per cápita, la esperanza de vida al nacer, la tasa de mortalidad infantil, los indicadores de alfabetismo y muchos otros.
Con esas informaciones se hacen listas de los países que tienen los mejores puestos y de aquellos que tienen las peores condiciones. Resulta que al final, sea cuales sean los indicadores utilizados, hay unos países que ocupan siempre los primeros puestos, y otros que ocupan los últimos. Algunos varían con el tiempo y bajan o suben en esos listados.
Lo común entre los primeros son cuatro o cinco características, referidas a sus condiciones institucionales: todos gozan de libertad, democracia, elevados índices de capital social (confianza, redes de participación, ciudadanía activa) y Estado de Derecho (normas y leyes que se cumplen, separación de poderes, transparencia). Entre los últimos lugares lo común es justamente la carencia de esas condiciones: toda son dictaduras y autocracias, predomina la desconfianza y la inseguridad, el militarismo y la corrupción.
Entre los países más exitosos del mundo siempre aparecen los países nórdicos: Suecia, Dinamarca, Noruega, Finlandia e Islandia que tienen muchas cosas en común, lo más importante a mi juicio, su elevada densidad de capital social: casi todos sus habitantes pertenecen a una asociación civil, generalmente a más de una, y activan en ella. Sea de cooperación comunitaria o simplemente para observar pájaros, pero están organizados. Ese es un camino.
Entre los países que siempre aparecen arriba está Alemania, que se ha levantado luego de haberse arruinado al perder las dos guerras mundiales y allí está. Sin embargo, sirve para apreciar cómo dos países iguales en casi todo (geografía y población), como lo eran cuando existía la República Federal (democrática occidental) y la República Democrática (dictadura comunista oriental), en la primera existía bienestar y en la segunda pobreza, hasta el punto que en esta levantaron un muro para que la gente no escapara al mundo libre. Ese es otro camino.
Está como un excelente ejemplo el caso de la República de Corea (Corea del Sur democrática) comparada con la República Popular Democrática de Corea (Corea del Norte, dictadura comunista). La misma geografía y la misma población, sin embargo, en el sur existe bienestar y en la norte miseria. Mientras Corea del Sur fue una dictadura militar era pobre y no prosperaba, la población unida impuso la libertad y la democracia, el estado de derecho e impulsó la confianza y la participación y allí está entre los países más exitosos del mundo. Ese es otro camino.
Singapur es un caso de estudio. En 1963 era una región pobre y marginal de Malasia, se separó, tomó decisiones, abrazó la libertad, una particular forma de democracia parlamentaria, estado de derecho, dio prioridad a la educación y es ahora un éxito planetario. Otros caminos son los que representan Nueva Zelanda o Canadá, Estados Unidos, Israel, Japón, entre otros.
África, por mil razones, es el continente que concentra los países más pobres. En el piso están Sierra Leona, Guinea, Yemen, Burkina Faso, Mozambique, Malí, Burundi, República Centroafricana, Níger, Chad y Sudán del Sur. Son países sin libertad, ni democracia, ni capital social ni estado de derecho.
En América Latina escasean los buenos ejemplos, aunque están Uruguay que es lo que podría llamarse “un país decente”, Costa Rica y Chile. En el piso están Haití, Honduras, Guatemala, Nicaragua, El Salvador, Belice, Venezuela, Bolivia, Paraguay y República Dominicana. Todos países con libertades restringidas, democracias débiles o autocracias, sin estado de derecho y por consiguiente sin confianza, ni capital social.
Venezuela es un caso patológico. Su Índice de Desarrollo Humano tenía un buen crecimiento sostenido a lo largo de los años, se hace lento en el año 2010 y cae en picada en el año 2015. Ni la geografía ni la población habían cambiado, lo que cambió fue el sistema político que restringió aún más la libertad, instauró una autocracia, acabó con el Estado de Derecho y limitó severamente el capital social al imponer una organización social de base partidista y centralista. En los años recientes la emigración selectiva debilita aún más la población, la egresión de la naturaleza por razones de codicia se agravan y se instala la cleptocracia. Es otro camino, pero en retroceso.
¿El camino para el desarrollo sostenible? Hay alternativas, pero todos pasan por la ruta de la libertad, la democracia, el estado de derecho y el fortalecimiento del capital social. Aquí no hay trochas.