COLUMNISTA

Los barbudos del diablo

por Asdrúbal Aguiar Asdrúbal Aguiar

En mi precedente columna –“La mano de Dios”– señalo como vertebral que “Venezuela no tendrá siglo XXI sin redescubrir su auténtico ethos. Uno que le hable y nos hable de civilidad en el espacio de lo compartido, como patrimonio intelectual de lo venezolano”, consistente con el ideario liberal de nuestros verdaderos padres fundadores.

Ahora agrego que, en esa empresa de grave enmienda histórica pendiente, ajena a las reescrituras, no pueden entremeterse los barbudos del diablo; ello, si se entiende que los barriales que le dan forma a nuestra actual tragedia tienen una causa mediata de la que somos culpables todos, a menos que optemos por negar a nuestros mayores o creernos, en lo personal, ínsulas de un desierto sin historia.

Una foto de 1959 con que tropiezo en las redes es reveladora. De un avión de Cubana de Aviación, posado en el aeropuerto de Maiquetía, se bajan Fidel Castro y la camada de guerrilleros que le acompañan, entre otros, Celia Sánchez, Pedro Miret, Paco Cabrera, Violeta Casals, Luis Orlando Rodríguez. Multitudes de venezolanos los cercan y celebran. Repiten el asombro y la exaltación que hacen presa de nuestros antepasados ante la llegada de Cristóbal Colón a las costas de Paria, al Paraíso terrenal.

El presidente de la Junta de Gobierno, contralmirante Wolfgang Larrazábal –reseña María Fernanda Muñoz teniendo como fuente los archivos de la embajada de la isla en Caracas– antes le ha hecho un obsequio de armamentos y pertrechos al visitante “ilustre”. Esta vez el jefe del Apostadero Naval de La Guaira le entrega como homenaje un rifle FAL. Allí se encuentran las representaciones de AD y de URD, encabezadas por Luis B. Prieto Figueroa y Jóvito Villalba.

Hace 60 años, pues, precedido de los discursos laudatorios y encendidos de Gustavo Machado por el Partido Comunista, del mismo Jóvito, y de los dirigentes adecos José González Navarro y Jesús Ramón Carmona, un Castro exultante deja su huella cancerígena sobre el cuerpo de nuestra balbuceante democracia civil. Desde la Plaza O’Leary, en Caracas, nos traza un catecismo. Hugo Chávez Frías lo perifonea más tarde, en la hora apropiada, como último eslabón de una larga cadena. Es apenas un ingenioso muñeco de ventrílocuo.

“De Venezuela solo hemos recibido favores. De nosotros nada han recibido los venezolanos…; hicieron llegar el bolívar hasta la Sierra Maestra, divulgaron por toda la América las trasmisiones de Radio Rebelde, nos abrieron las páginas de sus periódicos y algunas cosas más (¿?) recibimos de Venezuela”, confiesa el recién bajado de la Sierra Maestra.

Su mira sobre nuestras Fuerzas Armadas y la envidia de nuestra economía petrolera destacan en él desde esa hora germinal. Su despropósito lo deja colar, como ejemplaridad y para quienes le oyen sin ánimo crítico: “Se decía que era imposible una revolución contra el ejército, que las revoluciones podían hacerse con el ejército o sin el ejército, pero nunca contra el ejército, e hicimos una revolución contra el ejército. Se decía que, si no había una crisis económica, si no había hambre, no era posible una revolución y, sin embargo, se hizo la revolución”.

Miguel Ángel Bastenier dirá bien: “El fantasma de Bolívar es siempre el espectro más fácilmente conjurable en la memoria del pueblo venezolano”. Castro, desde antes, sabe cómo usarlo y exprimirlo, anhelante ya, en aquel 23 de enero de 1959, de expandir su épica destructora hacia América Latina, tal y como lo denuncia Rómulo Betancourt en 1964.

“Los hijos de Bolívar tienen que ser los primeros seguidores de las ideas de Bolívar. Y que el sentimiento bolivariano está despierto en Venezuela lo demuestra este hecho, esta preocupación por las libertades de Cuba, esta extraordinaria preocupación por Cuba. ¿Qué es eso, sino un sentimiento bolivariano?… ¿Y por qué no hacer con relación a otros pueblos lo que se hace con relación a Cuba?”, pregunta este almirante descubridor redivivo a quienes le miran pasmados, embelesados, y se apretujan en medio de los edificios de El Silencio caraqueño.

Cuando el citado Bastenier, desde El País de España, editorializa en 1989 sobre “la coronación de Carlos Andrés Pérez” lo hace, transcurridos 30 años desde el memorable discurso de Castro, para destacar los hechos protuberantes, a saber, “la apabullante figura del líder cubano” y el constatar que “lo más visible de la opinión venezolana se le ha entregado hipnotizada”.

“Yo no pretendo trazarle pautas a este pueblo…”, dice este a los venezolanos para despedir su maratónica perorata a un año de la caída de Marcos Pérez Jiménez y para justificar, zorrunamente, su mefistofélico providencialismo: “Yo no he hecho más que hablarles a ustedes como les he hablado a mis compatriotas [pues] llevo dentro de mí toda esa fe que las multitudes son capaces de inyectarles a los hombres. Ojalá que… puedan ser entendidas [estas palabras mías] en todo su hondo sentido…”.

Castro, al término, presenciando la toma de posesión de CAP en el Teresa Carreño no hace sino celebrar el momento de madurez de su accionar germinal. Tanto que, transcurridos los 25 días, abre las puertas del infierno y su primera llamarada se engulle a varios centenares de inocentes, durante el Caracazo. Lo demás es cosa sabida, realidad sufrida hasta el despellejamiento, por ausencia de memoria.

correoaustral@gmail.com