Gustav Flaubert acostumbraba decir que un libro bien escrito no podía ser peligroso. No puede serlo entonces Los alimentos del deseo, el hermoso libro de Maruja Dagnino editado por Fundación Artesano Group (2016), que revela que la cebolla, el azafrán, el merey y la pimienta, entre muchos alimentos que aún llegan o llegaban a nuestra mesa, poseen poderes afrodisíacos de mucha ayuda en los combates de la cama. Maruja hace un recorrido histórico de alimentos que eran reconocidos y respetados desde la antigüedad por sus vigorosos resplandores eróticos.
Al escribirlo, se remontó a la antigua Grecia, sintió el aire de la mitología y descubrió, al cruzar el tiempo, que Leonardo da Vinci inventó la ensalada y la gloria en ella del aceite balsámico y encontró, mientras recorría la apasionante aventura de sus investigaciones, recetas medievales, los nombres de Ruperto de Nola, cocinero de Fernando I de Nápoles, las recetas toledanas de Juan de la Mata; el nombre de Carlos Augusto Escoffier y sus indicaciones sobre las criadillas; fórmulas místicas, asombros y particularidades en pinturas clásicas que solo la mirada conocedora y certera de Maribel Espinoza logró seleccionar, no para que sirvieran de ilustración a los brillantes textos de Maruja Dagnino sino para completar la lectura, para terminar de hacer el libro, para ofrecer al lector numerosas informaciones sobre el tiempo, la manera de vestirse, de sentarse a comer de los hombres y mujeres que pintó Willem van Aels; la bacanal de un monje y una monja que en 1700 inmortalizó un pintor anónimo; La poción de amor de Evelyn de Morgan, en 1903; Una geisha en la habitación de su amante del célebre Kitagawa Utamaru realizado entre 1800-1806: o la mesa colmada de frutas y manjares que pintó Abraham van Beyeren en 1655 y dibujos del cacao, la cúrcuma o el azafrán. De allí que tenemos en las manos no solo un estupendo libro de mucho provecho para mejorar nuestra alimentación en la medida en que glorificamos nuestra sexualidad, sino un objeto de arte dispuesto a que lo sostengamos en nuestras manos y lo adoremos; de singular belleza en todas y en cada una de sus páginas: un libro, se afirma en el prólogo, sin precedentes no solo en la cultura gastronómica del país, sino en la propia literatura venezolana; un libro de tapa dura que debería ocupar un lugar de privilegio en nuestras bibliotecas a riesgo de que se desplace sigilosamente por las noches con el propósito de seducir a algunas bellas ediciones que ocupan sitio en el tramo superior.
Un capítulo singular y atractivo es el dedicado al pez globo que provoca muerte y placer en la gastronomía japonesa. O el dedicado al azafrán o a la cabecita de la sapoara. En realidad, se trata de 23 textos o crónicas admirables, un preámbulo, varias recetas de reconocidos chefs venezolanos y un prólogo de Rodolfo Izaguirre. No puedo dejar de mencionar a esos chefs y algunas de sus recetas practicables, que ofrecen respectivamente Sumito Estévez, Monts Estruch, Tamara Rodríguez, Wendolyn López y Bettina Montagne: Chutney picante de yerbabuena; Bombón de merluza austral en dos texturas de salsa de berro y fresas; Huevas de pescado con perfume de ají dulce y yogurt; Tartaleta de miel y nueces; Vaso de té Matcha, pasión y jazmín.
Lo más revelador es que todas las alusiones o referencias gastronómicas expuestas en este libro tienen que ver no solo con la sexualidad sino con algo todavía más luminoso y esperanzador: con el erotismo, es decir, con los gestos, roces, susurros, miradas que envuelven, preceden y hacen posible el acto de amor mientras en la penumbra escuchamos, por ejemplo, suave y acariciable un aria de Mozart cantada por Kiri Te Kanawa. Cuando ocurre la cópula y ella es el resultado de semejantes ofrecimientos eróticos surgirá algo asombroso, el verdadero anhelo del ser humano, la rosa azul: surgirá la libertad y es allí, solamente allí, en ese breve relámpago de éxtasis, cuando somos verdaderamente libres.
Por eso creo que semioculta tras las palabras de Maruja, detrás de la bienhechora presencia afrodisíaca de los alimentos que ella convoca y en las referencias pictóricas que sirven de comentarios inteligentes y esclarecedores, se remueve la esperanza de que cada lector descubra que el placer de consumir los alimentos va mucho más allá de los horizontes eróticos ya conocidos porque desata la libertad represada; libera al poderoso genio encerrado en la milenaria botella arrojada por el mar. Y este sería, en definitiva, el mayor logro de Maruja Dagnino: ofrecer la posibilidad de abrir las esclusas y provocar el torrente sensible de nuestra propia libertad… pero en libertad.
Haré algo en favor del futuro lector de Los alimentos del deseo: asomaré algunas frases del libro para tratar de cautivarlo, a sabiendas de que será de mi parte un esfuerzo inútil porque la sola belleza de su diagramación hace que el libro se imponga por sí solo: (…) “en realidad, la cocina en sí misma es ya un afrodisíaco. En esa alquimia de los sabores hay un placer erótico que atañe al olfato, al gusto, al ojo, y algunas veces incluso al oído atento a las crepitaciones de las carnes sobre el fuego o al crujir de alguna hojuela tostada entre los dientes” (…) “Una vida sin voluptuosidad no vale la pena. Para el romance y para el sibarita sería más excitante la vida teniendo que resistirse al pecado que la ausencia de tentación” (…) “La cocina en sí misma es embrujo. Sus aromas ejercen una especie de hipnosis y son sus sabores una droga que enaltece la condición humana”.
En el preámbulo dice Maruja que: “En Los alimentos del deseo, el lector encontrará entonces no una lista de alimentos afrodisíacos, sino más bien de alimentos vinculados caprichosamente al tema amoroso y erótico, a través de una mirada totalmente personal e íntima, sea porque se le atribuyen tradicionalmente propiedades afrodisíacas, porque su sabor es particularmente seductor, porque forman parte de una farmacopea erótica popular o porque culturalmente se encuentran en un grado de refinamiento tal que suscitan las más intrincadas fantasías”.