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Locuras y estupideces

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Es una locura odiar a todas las rosas porque una te pinchó

Antoine de Saint Exupéry

Quien se lo proponga quizá encuentre en la obra de Gabriel García Márquez una atinada caracterización de cada día de la semana. Recuerdo una atinente al jueves: “Día entre paréntesis, que solo sirve para escribir sobre su inutilidad cuando no es posible desarrollar otro tema de mayor importancia”. La traigo a colación porque ese día compongo mis variaciones en torno a la cuestión de costumbre: el perverso modo de dominación castrense instrumentado por Hugo Chávez y refinado por sus legatarios. Varias son las alusiones del Nobel de Aracataca al domingo. “Si Dios no hubiera descansado el séptimo día ―sostuvo mordaz en alguna parte― habría tenido tiempo de terminar el mundo”.

En La mala hora, el juez Arcadio dice al barbero: “No debían de existir los lunes. Son culpa del domingo. Si no fuera por el domingo no existirían los lunes”. En esa “novela de pasquines”, una mujer, cuyo marido “había descubierto el mecanismo interior del suicidio”, sentencia: “Los domingos son raros. Es como si los colgaran descuartizados: huelen a animal crudo”. No, los domingos no son días cualesquiera. Día de Júpiter (Jovis dies) entre los romanos y del Señor para los cristianos, el domingo es jornada de rituales y aburrimiento. De liturgia, mondongo familiar y solitaria melancolía. Ha sido así, en el occidente cristiano, a partir de Constantino, quien, por imperial decreto, lo consagró al reposo civil obligatorio. Y el de hoy es especialmente significativo por tres motivos: cumple años el ratón, se juega una final suramericana de fútbol en un estadio español y, en el país, habrá kermesse electoral con rifas de perniles virtuales y clapificados.

Hoy, con superior permiso de la Conmebol, si el tiempo y el fanatismo desbocado de “bosteros” y “gallinas” no lo impiden, se disputará, ¡por fin!, en el Santiago Bernabéu, a partir de las 3:30 de la tarde, el trofeo campeonil de la Copa Libertadores entre los clubes Boca Junior y River Plate. No tenemos los venezolanos velas en ese culebrón, pero la brejetería criolla convocará a concentrarse frente al televisor porque patadas y cabezazos divierten más que un centro electoral desierto. Devenidos circunstancialmente en “xeneizes” y “millonarios”, como también se conoce a los hinchas de los emblemáticos equipos porteños, la afición vernácula compensará con este esperado y dos veces pospuesto duelo su frustración por los papelones del seleccionado Vinotinto. Quienes abominan del balompié ―por ordinario en tanto deporte y difícil de entender en cuanto fenómeno social― pueden sacudirse el spleen en sus ordenadores. Hay, como adelantamos, razón para festejar: cumple 50 años el ratón, el animalejo conocido culta y científicamente como Mus musculus y tampoco el nonagenario Miguelito humanizado por Walt Disney, sino el apreciado dispositivo nombrado mouse por la semejanza del cable con la cola del roedor (ahora lo hay sin rabo), aún no desplazado por la tecnología táctil, sin el cual la navegación ciberespacial sería tortuoso ejercicio. Su primera aparición pública se produjo, en la ciudad de San Francisco, el 9 de diciembre de 1968 y estuvo a cargo de su creador, Douglas Engelbart, investigador del Stanford Research Institute y, desde entonces, los punteros de los quién sabe cuántos ratones informáticos del mundo han recorrido distancias insondables.

Entre el tango futbolístico y el tedio computarizado, hay la opción de deshojar una esquizofrénica margarita ―votar o no votar― o acercarse a los centros electorales, constatar la desolación y no comer cuentos con el sainete sufragista. La adulteración estadística practicada con fines propagandísticos es concomitante con un discurso oficial embustero, delirante e hiperbólico. Se manipulan números con la misma facilidad que se falsifica el pasado en función de inverosímiles empresas. El comandante eterno hizo gala de su vocación cósmica, creyéndose Atlas, y cual el rey de los titanes se echó el planeta al hombro con la pretensión de salvarlo. Murió en el intento, escribirán algunos de sus hagiógrafos. Muy difícil de igualar resulta la superlativa adulación prodigada por Escarrá y su Glostora con rubina el peinado que fascina al ponderar el intelecto de Maduro, acaso en agradecimiento por habérsele confiado, y de paso sacarle la piedra a Cabello, la redacción del texto constitucional. La genialidad de Nicolás, de acuerdo con el engominado picapleitos, estriba, ¡hágame usted el favor!, en la “invención del petro”. Si la criptomoneda roja es producto de la encumbrada inspiración intelectual del metro autobusero, ¿por qué Moscú le hace el fo?

“Locura es hacer la misma cosa una y otra vez esperando obtener diferentes resultados”. Esta definición se la endilgan a Einstein. Dudo de tal autoría, entre otras cosas porque el gran físico alemán algo tenía de loco y tal vez de poeta, y quien repite sin cesar los mismos errores no es un chiflado, es un estúpido. Sería faltar el respeto a los locos catalogar de tales a quienes (des)gobiernan y se hacen los lunáticos, procurando ocultar su incompetencia. No se puede tildar de locura a la insensatez del usurpador ni a la ineptitud de sus colaboradores. No en sentido quijotesco ―”Loco soy, loco he de ser hasta tanto que tú vuelvas con la respuesta de una carta que contigo pienso enviar a mi señora Dulcinea; y si fuere tal cual a mi fe se le debe, acabarse ha mi sandez y mi penitencia…”―, ni hamletiano ―”¡Ah madre mía! En merced os pido que no me apliquéis esa unción halagüeña, creyendo que es mi locura la que habla, y no vuestro delito”―, y mucho menos aristotélico ―”Ninguna gran mente ha existido jamás sin un toque de locura”―. No procede endilgarle el adjetivo al sector del contrachavismo que abruma de culpas a la oposición democrática por sus propios yerros y omisiones. Eso no es locura, es idiotez pura y dura.

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