I
Las audiencias públicas de los organismos internacionales de derechos humanos, como todo evento altamente ritualizado, tienen algo teatral. A la que asisto hoy en Bogotá, de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, no es la excepción. Ocurre en una sala ya envejecida del Hotel Tequendama que, sin embargo, guarda aún mucho de su glamour original.
No es un juicio, pero lo parece. Al frente, el presidium formado por el presidente de la comisión y los relatores. A mano izquierda, como en la paralela de una U, la bancada de las ONG venezolanas defensoras de derechos humanos que vienen a presentar sus denuncias. A mano derecha, en la otra paralela de la U, la del gobierno, que va a dar a sus explicaciones. En el resto de la sala, el público expectante.
II
Las bancadas contrastan de manera notable. La de las ONG la forman cinco activistas de derechos humanos, casi hacinados unos junto a otros, rodeados de personas que les apoyan. En cambio, en la del gobierno vemos a un hombre íngrimo y solo. Le sobran sillas. Nadie le acompaña. Ni al lado, ni detrás. Parece un acusado. No un defensor.
Los activistas no gubernamentales visten de modo informal. Cero corbatas, los hombres. Sin peluquería, las mujeres. El vocero solitario, en cambio, llegó vestido de domingo. Si no fuese por el proselitismo de la corbata roja podríamos confundirlo con un alto ejecutivo globalizado. Traje negro cortado a la medida, camisa blanca de hilo fino y las uñas cuidadosamente cortadas y pulidas. Como de peluquería.
El rótulo que lo identifica no muestra su nombre de pila. Dice, y me parece una ironía fina, “ESTADO”. Así, con mayúsculas. El Estado es él.
III
Lo que ocurre en la sala es una metáfora del país. Las cosas al revés. Quien se supone representa a los revolucionarios y a los condenados de la Tierra, Frantz Fanon dixit, es alguien con atuendo de yuppie noventoso. Mientras los que, de acuerdo con el discurso de los rojos, representan a la oligarquía y al imperio mesmo, parecen delegados en tránsito a Sao Paulo. Al Foro Social Mundial.
El careo comienza. Cada bancada tiene 15 minutos para presentar su informe. Primero habla “el pueblo”, luego Estado. El pueblo desgrana cifras de presos políticos. Testimonios de torturas. Relatos de asesinatos de la policía política. Historias con nombres y apellidos de violaciones del debido proceso, sometimiento de civiles a juicio militar, negativa a liberar detenidos ya absueltos por tribunal, chicos presos por un tuit.
Luego habla Estado. “Estas denuncias hay que evaluarlas en un contexto integral”, dice tratando de parecer profundo. “Estas gentes son malas”, agrega. Mientras mira de reojo a los descorbatados de la Tierra. “No protestan en paz, son profesionales de la violencia, matan señoras inocentes tirándoles botellas de agua congeladas, queman a los chavistas en las calles”. Y muestra un video más falso que un billete de siete pesos.
“Los billetes falsos los destruimos” se suele leer en las panaderías de Bogotá.
IV
Los funcionarios chavistas están entrenados para la adversidad. Actúan como pararrayos y salen indemnes. Tienen una metodología compartida. Se hunden en el Guaire, hacen con las manos un cuenco y beben agua. Luego recitan, como un mantra: “Esto es agua de manantial, no de albañal… Agua de manantial, no de albañal…”.
Pero la jornada de hoy ha sido dura. Hace un rato el presidente de la CIDH le dijo a Estado: “Les exigimos que nos permitan llevar ayuda humanitaria”. Y Estado sin titubeos respondió: “En Venezuela no hace falta ayuda humanitaria, no la permitiremos”.
En ese momento, en medio de la sala vintage, algunos familiares de las víctimas lloran impotentes. Otros se apiñan detrás de traje-negro-más-corbata-roja colocándole como telón de fondo carteles acusadores. “¡Delincuentes!”, reza uno.
Estado ni pestañea. Tiene el pelo rapado como un recluso, pero todavía es un hombre libre. Hombre que se respeta, no titubea. Salvo cuando se delata hurgando intranquilo en su morral, también de marca. No logra diluir la perturbación triste de quien trata de ocultar la procesión que viaja dentro. Pero está obligado a ser un duro. A llevar con donaire el antifaz. Como el Llanero Solitario.
Pero Estado no es Armie Hammer. Se llama Larry Devoe.