Mazinger Z inició un culto en Venezuela después de ser transmitida en la televisión abierta.

Los teóricos de la izquierda censuraban su difusión por considerarla un vehículo de ideas alienantes. Más de uno fue víctima de la represión de vivir en una casa de padres ex guerrilleros y cabezas calientes.

Tuve surte de crecer en un hogar donde nunca se me juzgó por pensar distinto. Por tanto, crecí viendo comiquitas de Mazinger y disfrazándome de Koji Kabuto. Recuerdo haber recibido un Mazinger de mi tamaño cuando cumplí 8 años en la Florida.

En el colegio, los profesores se preocupaban por nuestra afición a los enlatados animados de Japón. Los preferidos y favoritos de la época. Nos alertaban de sus supuestos efectos perturbadores sobre la familia, la sana paz y la tranquilidad de los niños. Dizque Mazinger Z nos hacía más violentos, irascibles, intolerantes, agresivos e inmorales.

En lo personal, era a la inversa. Ver los capítulos me permitía entrar en contacto con afinidades electivas de amigos y coleccionistas de objetos raros de la industria de consumo.

Sin conocimientos específicos en el área, nos llamaban la atención los colores, el diseño preciso de los personajes, la forma de hilvanar historias fáciles de memorizar, las peleas y la extraña traducción de los diálogos.

El doblaje aportó nuevas palabras a nuestro vocabulario, cimentando la identidad colectiva de una generación de fanáticos venezolanos.

Los chicos fantaseábamos con Sayaka y nos reíamos con las metidas de pata del gordito Boss, acompañado por su pandillita disfuncional.

Luego, en la universidad, el profesor Marcelino Bisbal me enseñó a discrepar de las falacias aprendidas en la escuela privada. Así tuve razones para defender mis gustos por los productos mutantes, mestizos y bárbaros de la cultura mainstream.

Afinado en mis conocimientos de cine, comprendí la riqueza semiótica de Mazinger Z desde otra perspectiva distinta a la de mis tempranas impresiones infantiles.

El domingo pasado pude cerrar un ciclo, gracias al preestreno de Mazinger Z: Infinity, en una función colmada de otakus, colegas y viejas glorias del atesoramiento de muñequitos, quienes exhibieron sus piezas con orgullo ante la mirada respetuosa de cientos de entusiastas.

En una entrega anterior extrañé la fiesta de una sala llena. El deseo se cumplió en parte, por la celebración del aniversario 45 de nuestro ídolo juvenil.

El evento convocó a una masa estrictamente popular de diversas zonas de Caracas. No se respiraba el clásico ambiente de una premier esnob y acartonada, llena de gente ansiosa por figurar con el microfonito en la mano.

La naturaleza de la película estimula la democratización de los encuentros y los tejidos. Por tanto, las tensiones de afuera se descomprimían dentro del Múltiplex del Millenium, uno de los mejores construidos de la capital.

Por tanto, virtud de Mazinger Z: Infinity la de nivelarnos en el buen sentido. El invento de los hermanos Lumiere sigue vigente en su proyecto de acercar a los comunes y entretenerlos con una función digna de un espectáculo circense.

Alrededor, por supuesto, los espectadores veían a la distancia los combos incomprables de chucherías. La realidad asalta en cualquier lugar, a pesar de los intentos por evadirla.

No en balde, Mazinger Z: Infinity despertaba enormes carcajadas por los parentescos con la situación del país.

Al Doctor Infierno lo asociamos, de inmediato, con las políticas coercitivas y fascistas del dictador de la república bolivariana.

En el largometraje, una pequeña niña se queja de lo aburrido de las cadenas informativas manipuladas por la tiranía. Un noticiero de la patria sacaba de sus casillas a una cría de la cinta.

El déspota dividía para reinar. La reconciliación de la humanidad detonaba el desenlace redentor y salvador de la historia.

La economía nipona escapa de las exigencias del realismo animado. Las dos dimensiones conviven con las tres, en una amalgama estética de una tradición modernizada hasta el límite necesario. Varios planos pudieron ser dibujados por un becario, y uno sencillamente no lo resiente por la efectividad dramática de las situaciones.

Aceptamos, de entrada, las convenciones narrativas del relato, porque es congruente con un estilo.

La edad sí nos permite detectar ciertos deslices en el armado de un libreto predecible, sexista y maniqueo.

En su descargo, Mazinger Z: Infintity es fiel a un sistema de representación autoparódico, cuyos códigos parecen sufrir las amenazas de la extinción.

Es un misterio si la consciente ingenuidad del robot de los rayos fotónicos logrará trascender la frontera de los círculos afectivos de una nostalgia compartida, aunque menguante.

Como sea, la propia película contiene su mensaje de despedida al invitarnos a crecer y madurar, tras vivir una loca aventura de monstruos alucinados, princesas de porno show y demás desmesuras de un universo ya lejano.

En último caso, Mazinger Z: Infinity consigue acoplar las incorrecciones de un espíritu de tribu con el sentimiento de una civilidad planetaria.


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