COLUMNISTA

¿Libros nuevos o viejos? (I)

por Edmundo Font Edmundo Font

“Honramos a nuestros padres al no aceptar como ecuación final las características más problemáticas de nuestra relación”

De las memorias del rockero Bruce Springsteen

Más que ratón de biblioteca soy felino de librerías de “viejo”, esa suerte de eufemismo que denomina comercios donde lo intemporal del conocimiento contradice nociones de lo nuevo o de lo añejo. De hecho, movido por un ánimo arqueológico, incremento mis visitas obsesivas a las librerías de segunda mano: me deparo allí con el milagro cada vez más raro de una primera edición de un autor ya mítico o doy milagrosamente con uno de esos libros raros que pensábamos extintos. La experiencia casi de índole sobrenatural la he tenido con Oliverio Girondo y con Xavier de Maistre, y su Viaje alrededor de una habitación.

Mi lidia con las librerías es un capítulo aparte y fundamental de mis memorias personales. Se inicia en los libreros de mi padre. Me sentía atraídos por ellos y a la vez me repelían. ¿Un joven con cierta carga de rebeldía debería acceder a la lectura de los ejemplares de su padre, cuando a este, por un reflejo condicionado generacional, se le consideraba enemigo de las vanguardias? Pues sí. Y ello vino de la mano y consejo (seguido por mí en sentido contrario) de un señor cura de los de vieja guardia, regordete, de papada y franquista, para acabar con el panorama edificante. El sacerdote, español, de nuestra parroquia, una tarde visitó a mi madre y al ver el diccionario filosófico de Voltaire, le espetó: “…señora Lupita, no solo leer esa obra maldita incluida en el Índice es pecado; tan solo tocar esos volúmenes impuros lo es…”.

Mi reacción fue edificante. En cuanto partió el indignado sacerdote me abalancé a hojear los 4 volúmenes de esa bella edición príncipe de Voltaire. A una corta edad ya había recibido la condena intelectual de querer cortar una manzana del árbol del conocimiento prohibido y me habían arrojado al paraíso de la curiosidad por uno de los objetos que más codicio entre los bienes inmateriales y materiales de mi prójimo.

Al criticar a ese buen hombre preconciliar ideológicamente, me viene el deseo de colocar otra pila de libros que equilibre el fiel de una justa balanza en mi compleja relación con la Iglesia Católica y aquí rindo un homenaje –y lo hago siempre a la menor provocación– con un presbítero que fue el más importante mentor de mi adolescencia, don Carlos González Salas, historiador y poeta, formado en Filología en Salamanca y en Ciencias Sociales en la Gregoriana de Roma. Fue él quien me deslumbró con una biblioteca personal que cuadriplicaba o más la de mi casa, y sin sufrir la resistencia tonta del hijo que aún alberga  prejuicios filiales y no ha llegado al momento de justipreciar lo que su padre posee. 

Don Carlos nutrió mi desvarío inicial por la poesía y me hizo trascender mis lecturas incipientes de autores mexicanos fundamentales, a su hora, como Manuel Acuña, Gutiérrez Nájera, Manuel José Othon, Juan de Dios Peza o Ramon López Velarde, para introducirme a la obra de Octavio Paz y de Efraín Huerta –quién me diría que con esos grandes poetas tendría años después una relación de generoso privilegio–, además de darme a conocer a la generación de contemporáneos, deslumbrándome con Muerte sin fin de Gorostiza y la vertiente surrealista de Villaurrutia. Y aquí hago un aparte necesario; para explicar mejor mi adhesión a un hombre de letras con hábito, debo referir que este había sido casi proscrito en un medio conservador y provinciano (estos dos calificativos podrían ser una sola palabra) por las ideas avanzadas de un verdadero cristiano al que guiaba la justicia social y criticaba con energía el abandono de los desheredados de la tierra y particularmente, el maltrato dado a los pobres de nuestro país.

A don Carlos González Salas (Tampico, México 1921-2010) debo mucho en mi vocación poética y un hecho notable que marcó mis quince años y me hizo redactar mi primera crónica periodística. En el verano de 1968 coincidí en la capital mexicana, de vacaciones, con el padre. Y no cejé en mi empeño hasta convencerlo de emprender uno de esos significativos y raros peregrinajes intelectuales, y visitar en su humilde departamento de la calle Shultz –al lado casi de los calabozos que hospedaron al Che Guevara y a Fidel Castro– al monumental poeta refugiado español en México, León Felipe. Para mí, tener la ocasión de intercambiar entonces unas palabras con uno de los escritores a la altura de Machado, Alberti o García Lorca, representaba el equivalente de quien da todo por escuchar a los Beatles o a los Rollings.

Así que una mañana soleada el autor de Este roto y viejo violín nos recibió en su lecho de enfermo. Al padre González Salas le ofreció una silla y a mí me pidió que me sentara a su lado, en su cama, y me tomó la mano. No dije mucho, claro. Y más cuando advertí que en su cabecera colgaba un pequeño dibujo original dedicado por Picasso al famoso sobrino torero del poeta, Carlos Arruza. Por cierto, a la muerte de León Felipe, tan solo unos días después de este episodio que ha marcado mi existencia libresca para siempre, el valioso apunte fue sustraído por algún desalmado…

(Seguirá)