Mary Anastasia O’Grady en su reciente artículo publicado en The Wall Street Journal nos recuerda el obstinado desatino de las políticas públicas implementadas sucesivamente por los gobiernos democráticos (1958-1998), desde que fue promulgada la Constitución de 1961. Aquel derecho económico consagrado en su artículo 96 –teóricamente todos podían dedicarse libremente a la actividad lucrativa de su preferencia– fue suprimido indefinidamente por el gobierno de Rómulo Betancourt, y se inició con ello un largo camino hacia la ruina del país que siempre se creyó inexpugnable y acaudalado, cuando en realidad se convertiría en el peor ejemplo de la dogmática socialista y, sobre todo, de sus nefastas consecuencias. Controles de cambio y de precios abrieron la agenda económica de los primeros tiempos de la democracia puntofijista, verdaderas obstrucciones o restricciones a la libertad económica supuestamente consagrada en nuestra carta fundamental. Hasta el mismo derecho de propiedad resultó abrogado por los desplantes de una reforma agraria que jamás proveyó los medios necesarios para hacer producir la tierra conforme a su potencial. En el segundo gobierno de Carlos Andrés Pérez, finalmente y por corto tiempo, se restablece la libertad económica, al liberarse los precios y el cambio, promover la inversión extranjera y reducir aranceles; las medidas correctas, sin duda, solo que fueron políticamente mal implementadas, de allí su anticipado fracaso y la oportunidad que esperaba ansiosa la extrema izquierda para manifestarse y alcanzar el poder.
Ese populismo insurgente y “extremo” de vuelta de siglo no fue más que el epílogo de tan prolongados dislates y excesos. Originario de una concepción de la política enteramente contraria al interés nacional, accede al poder público enarbolando las banderas de la “antipolítica” y del nacionalismo a ultranza, una forma de atraer a las masas decepcionadas, incrédulas, aspirantes a cambios de fondo luego del fracaso de los partidos tradicionales. Los mitos del socialismo se imponen con más fuerza que nunca, terminan subyugando la iniciativa privada, cada vez más desplazada por un creciente y apabullante poder económico en manos del Estado. ¿Acaso no fue lo que por tantos lustros fomentaron los actores políticos de la socialdemocracia y del socialcristianismo? Fue lo que igualmente sostuvieron apasionadamente profesores y maestros de las ciencias sociales, muchos de ellos actualmente arrinconados por el socialismo del siglo XXI. Hasta los mismos empresarios sostuvieron la necesidad de políticas proteccionistas –las razones fueron obvias–, incluso se hicieron partidarios del endeudamiento insostenible del sector público –buena parte de los recursos así obtenidos, finalmente, fluirían hacia los sectores favorecidos–. Desde tiempo atrás se venía cuestionando la viabilidad del mercado y de la libre competencia, como estructuración idónea para el razonable intercambio y el desarrollo económico del país. Se hablaba entre otras cuestiones de un mercado cambiario que nunca ha sido mercado, ni siquiera en períodos de ausencia de controles, en la medida que el Estado fue y sigue siendo el gran proveedor de divisas extranjeras.
Venezuela ha probado ya los efectos de actuaciones fundadas en visiones de la extrema izquierda. Sus políticas públicas evolucionaron del pensamiento y acción de los partidos históricos al comunismo extremo de nuestros días aciagos. Hemos superado con creces las miserias de la Cuba castrista, y por primera vez en nuestra historia nos hemos convertido en país de emigrantes que huyen del inmenso desastre que nos envuelve. De Venezuela se habla diariamente en la prensa mundial, pero no precisamente para resaltar virtudes y posibilidades, sino para dar cuenta de hechos y asuntos vergonzosos. Es el amargo colofón de aquello que comenzó en los primeros tiempos de la democracia: un relativo acierto en lo político –la alternabilidad democrática– y un error continuado en lo económico (salvo CAP II, cuando el orden se invierte).
“Tanto mercado como sea posible y tanto Estado como sea necesario” era una frase que solía repetirse en los años noventa para sostener, por una parte, la libertad económica y, por la otra, la existencia de un marco regulatorio idóneo, imprescindible para evitar excesos y distorsiones, pero sin ser agobiante del impulso emprendedor y sobre todo innovador de la iniciativa privada. Un programa creíble, sustentable, esperanzador es lo que anhela de nuestra dirigencia política el ciudadano común; una dirigencia todavía desorientada en sus torpezas y desencuentros con la historia, como demuestran los hechos. No hemos visto ningún avance convincente; se desgastan en sus conflictos internos, en sus pequeñeces y extravíos, en el oportunismo artero de unos cuantos aventureros que aparecen de tiempo en tiempo. No escarmientan o no son capaces de otear el sentimiento nacional que no solo reclama un cambio de régimen –de la dieta gobernante que ha convertido en miseria la vida venezolana–, sino una nueva manera de afrontar los retos del desarrollo y la viabilidad económica del país. Hasta ahora, no advertimos un verdadero propósito de enmienda. ¿No ha sido suficiente el sufrimiento de los últimos tiempos? ¿Qué más tiene que ocurrir en esta nación depauperada, para que los actores políticos alcancen el nivel mínimo de comprensión de cuanto se espera de ellos?