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La libertad, causa común

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Este año será el del cuarenta aniversario de la revolución que derrocó la dictadura dinástica de la familia Somoza, y, dadas las circunstancias por las que atraviesa Nicaragua, será sin duda ocasión de debate sobre ese carácter aparentemente fatal de nuestra historia, en la que las tiranías se repiten en un ciclo sin fin. Cuando se rompa ese ciclo, habremos roto las ligaduras férreas con el pasado que se copia a sí mismo, y la piedra que Sísifo ciego debe empujar eternamente hasta la cima de la montaña no tendrá que rodar de nuevo al plan del abismo. Habremos cambiado dictadura por democracia.

La derrota definitiva del régimen del último Somoza se debió a tres factores fundamentales: el primero de ellos el alzamiento popular encabezado por el Frente Sandinista de Liberación Nacional, y que a partir de octubre de 1977, cuando se da la primera ofensiva contra la dictadura, logró prender en todo el país, vertebrado por la participación creciente de miles de jóvenes de ambos sexos y de todas las clases sociales, hasta llegar a convertirse en una verdadera insurrección nacional alentada por el asesinato de Pedro Joaquín Chamorro.

El siguiente factor fundamental fue el respaldo que los jóvenes en armas empezaron a recibir de todos los sectores ciudadanos, sin ningún distingo. Una participación común y solidaria en la lucha, muchos alentados por su compromiso cristiano, y la aparición en aquel octubre de 1977 del Grupo de los Doce, formado por empresarios, sacerdotes, profesionales, intelectuales, le dio a la organización guerrillera peso político nacional e internacional.

Y el tercero de ellos, pero no el menos importante, la gran alianza latinoamericana que se logró forjar, los gobiernos respaldados por las sociedades de cada país, sin que esta convergencia de voluntades tuviera una identidad ideológica, y los presidentes se guiaran más bien por el repudio a un régimen que había perdido toda legitimidad, no tenía consenso nacional, y se basaba nada más en la represión brutal. Era la última de las viejas tiranías familiares de las “repúblicas bananeras”, un término acuñado por O’Henry en su novela De coles y reyes.

En esta alianza fueron fundamentales Venezuela, Panamá, Costa Rica, México y Cuba; y sería un error pensar que solo el apoyo de Cuba, con cuyo sistema los comandantes guerrilleros sandinistas se identificaban, hubiera sido suficiente. Más bien es lo contrario. Este apoyo, con pertrechos de guerra, fue posible en términos políticos, porque los otros países, con sistemas basados en la democracia representativa, estuvieron presentes en la coalición; y algunos de ellos prestaron también auxilio bélico, como Venezuela y Panamá, y recursos materiales, como México, para no hablar de Costa Rica, que se convirtió en retaguardia de la lucha armada.

La circunstancia de la llegada de Jimmy Carter a la Presidencia de Estados Unidos en 1977 abrió una puerta nueva en las relaciones de Washington con América Latina, como pudo verse con la firma ese mismo año de los tratados Torrijos-Carter que devolvieron a Panamá la soberanía del canal. Y la intimidad de medio siglo con la dinastía de los Somoza llegó a su fin con la nueva doctrina de defensa de los derechos humanos proclamada por Carter. Somoza, que según confiesa en sus memorias Traicionado se consideraba un ciudadano de Estados Unidos, no entendía aquella hostilidad imprevista que también fue clave para acabar con su reinado.

El general Torrijos era un hombre de cuartel y conocía bien la calaña de alguien enviciado con el poder como el general Somoza, falto de escrúpulos hasta la obscenidad, y cegado por su voluntad de quedarse para siempre en el poder. “Yo no quiero entrar en la historia, yo quiero entrar en el canal”, decía Torrijos. Somoza no quería entrar en la historia, lo que no quería era perder su finca ganadera, que era Nicaragua. Rodrigo Carazo era presidente de un país democrático por convicción y tradición; Costa Rica había soportado por el último medio siglo la vecindad de una dictadura de aquella calaña, y quería para Nicaragua un gobierno igualmente democrático. Y Carlos Andrés Pérez, que venía de la tradición socialdemócrata de Rómulo Betancourt, sabía cuánto se parecía la dictadura de Pérez Jiménez, bajo la que se había visto obligado a exiliarse de Venezuela, a la del viejo Somoza, fundador de la dinastía.

Y en aquel alineamiento de los astros, que fue tan propicio a la caída del último Somoza, la figura del presidente José López Portillo de México resultó crucial. Y su respaldo fue constante, oportuno y generoso. Me recibió no pocas veces, y puso en sintonía a su gabinete para darnos apoyo, antes y después del triunfo de la revolución. Rompió relaciones diplomáticas con Somoza en mayo de 1979, y nos había pedido que le dijéramos cuál sería la mejor oportunidad para hacerlo. Cuando vino por primera vez a Managua en 1980 en visita oficial, alguno de sus secretarios le preguntó durante el vuelo qué tratamiento habría que dar a Nicaragua en cuanto a ayuda material, y él respondió que igual a cualquier estado de México.

Era el fruto de una larga y generosa tradición. Hubo nicaragüenses que combatieron del lado de las fuerzas revolucionarias en México, uno de ellos el poeta Solón Argüello, secretario privado del presidente Francisco Madero, y fusilado en 1913 tras el golpe de Estado que culminó con la usurpación del dictador Victoriano Huerta; combatientes mexicanos pelearon contra Somoza durante la revolución, y murieron en tierra nicaragüense, como la inolvidable Araceli Pérez Darias.

El presidente Plutarco Elías Calles respaldó con armas a los insurrectos liberales que se alzaron en defensa de la Constitución en Nicaragua en 1925. El presidente Emilio Portes Gil acogió a Sandino en Yucatán en 1929. Y México fue clave en las gestiones del Grupo Contadora para lograr los acuerdos de paz de 1987 que llegaron a poner fin al conflicto armado con la Resistencia Nicaragüense.

En América Latina nada es nunca hacia dentro. La libertad ha sido siempre una causa común.

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