Muchos hemos pensado que López Obrador puede ser definido de manera sucinta como sigue. Lucha contra los agravios legítimamente combatidos y lamentados por una mayoría de la sociedad mexicana. Busca en los anhelos o exigencias de esa mayoría las soluciones para expiar los pecados anteriores y transformar el mundo. Pero para lograrlo apela a los peores sentimientos, a los peores vicios, a las peores herencias, de dicha sociedad mexicana.
El ejemplo más reciente, y quizás más lamentable y sustantivo (hasta ahora), se halla en sus declaraciones de la semana pasada sobre la dicotomía entre la ley (o las leyes) y la justicia. Palabras más, palabras menos, el presidente proclamó el primado de la segunda: si hay que optar entre la ley y la justicia, escojo la justicia, dijo AMLO. Entiéndanlo. Se refería al tema de la contrarreforma educativa, pero no creo malinterpretar su pensamiento al creer que su tesis abarca todos los ámbitos de la vida nacional, es decir, todas las leyes.
Espero a los filósofos del derecho, a los juristas e incluso a los historiadores para que todos comprendamos el tamaño de la barbaridad proferida por AMLO. Quisiera abordar, por mi parte, únicamente la conexión entre López Obrador y el alma del pueblo mexicano, que muchos admiran, pero que a veces puede conducir a la perdición.
Es insólito que la sociedad mexicana crea esto, pero peor que su presidente lo valide. Existen, en el primer caso, razones explicables. Primero, el “Obedézcase pero no se cumpla”, una figura nacida en Castilla –algunos historiadores afirman que en Navarra– y que para muchos anticipaba la idea del amparo. El rey no podía determinar, a varios meses de distancia, si una ley emitida por el virrey de la Nueva España era justa o no; de allí, en la interpretación más generosa, el origen del desprecio mexicano por la ley a favor de la justicia.
En una serie de encuestas levantadas entre el 2002 y el 2009, aparecen los verdaderos sentimientos de los mexicanos al respecto. Quizás en las más reveladora de todas, de la revista Este País, en 2002 solo el 41% de los maestros del SNTE consideraban que la población debía cumplir la ley siempre. Unos años después, en las encuestas de la Secretaría de Gobernación, a la pregunta ¿Cree que el pueblo debe obedecer las leyes incluso cuando sean injustas? 71% respondió que no; a la pregunta ¿Puede el pueblo desobedecer una ley si es injusta? 58% dijo que sí. Esa es la sociedad en la que vivimos.
Ahora bien, la sintonía de AMLO con los mexicanos, que por razones explicables, creen semejantes absurdos, ¿es justificable? Yo creo que no. Todas las sociedades esconden, y luego revelan, atavismos aberrantes, impresentables, condenables. México no es diferente. En distintos momentos, pueblos más educados y sofisticados que el nuestro –la Alemania nazi, la Francia de la ocupación, los Estados Unidos del racismo, la URSS de Stalin- han abrazado opiniones terribles ante el buen juicio de la civilización occidental. Sus dirigentes no solo se prestaron a ello, sino que alentaron esos enfoques trogloditas. Pero hoy estamos en el 2019, y en un país miembro de la OCDE, a punto de firmar un nuevo acuerdo con Estados Unidos y Canadá, y nos encontramos con un presidente así. Opone la ley a la justicia, pero toma el partido de la justicia.
Dos problemas con esta calamidad de juicio. ¿Quien determina si una ley es justa o no? ¿El pueblo sabio, es decir el linchamiento del sur norteamericano hasta los años cincuenta del siglo pasado? ¿AMLO, es decir, el padrecito de los pueblos? ¿Las benditas redes, es decir el delirio colectivo? Las leyes son leyes porque alguien que representa al pueblo las promulgó, a menos de que no creamos en la democracia representativa –la única que hay hasta hoy. Si a algunos no les gustan –por injustas, mala onda, etc- las deben de cambiar. O de no ser posible, alzarse en armas contra el régimen que las encarna.
Segundo: el mecanismo para obviar leyes injustas suele ser que el pueblo tome la ley en sus manos. Encierra una cierta lógica el planteamiento. Tal o cual ley es injusta; no la respeto; actúo por mi cuenta, y Dios nos bendiga. Solo que así no funcionan las democracias, ni siquiera cuando el gobierno apela a lo peor de la sociedad que gobierna.
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