La frase de Chávez ante la muerte de Carlos Andrés Pérez resume una manera de expresar sentimientos destructivos destinada, por desdicha, a establecerse en la vida venezolana. Ningún hombre público del pasado había descendido hasta un ataque tan vil a un político que dejaba de estar entre nosotros, por mucho que se pudiera reclamar de sus pasos como gobernante. Quien busque en los anales de las diatribas de la política durante las horas más borrascosas del país, no topará con una expresión tan asquerosa. Quizá en lo que habitualmente se conoce como bajos fondos de la sociedad pudiera sonar la expresión soez con el propósito de atacar a un adversario, aun en el caso de que ese adversario ya no pudiera responder, pero jamás había sucedido en la tribuna para que lo escucháramos todos. “Yo no pateo perro muerto”, dijo cuando se le pidió un comentario sobre el deceso de quien fuera dos veces presidente de la República.
Pero no estamos ante un hecho aislado. Estaba en el interés de Chávez la división de la ciudadanía para llevar a cabo con mayor facilidad su objetivo de dominación. De allí que se aficionara a los improperios, a través de los cuales pretendía señalar la existencia de un género deplorable de venezolanos, los que se resistían a su hegemonía, que solo merecían el látigo de las descalificaciones groseras. No ahorró adjetivos vulgares para disminuir la valía de los líderes de la oposición, ni para atacar a la gente del pueblo que seguía sus mensajes. Fue así como nos vimos metidos en un tipo reiterado de taxonomía, ventilada hasta el desenfreno y distinguida por la acumulación de vocablos obscenos, cuyo propósito no era construir una distinta forma de vida, sino destruir la existente a golpe de mandarria. Como carecía de argumentos dignos de atención, apeló a los sentimientos primarios de los venezolanos, se dedicó a sacarlos de los intestinos de los destinatarios para generar una distancia proveniente de pulsiones elementales que, una vez salidas del organismo de cada quien y sumadas a las que expulsaban los cuerpos de los semejantes, podía funcionar como sillar de su proyecto.
Como no todo había sido felicidad en el pasado, encontró plataforma para la promoción del rencor. Los muchos desencantos creados por la democracia representativa podían convertirse en un desfile de abominaciones si se abultaban con paciencia en el laboratorio. De las promesas incumplidas se podía sacar una cosecha de aborrecimientos que apenas necesitaba de un hábil y taimado labrador. El plan fue seguido por los representantes de los altos poderes del Estado y por los activistas de la “revolución” para que la aversión como herramienta de lucha política formara parte de la cotidianidad. Por consiguiente, en épocas de paz como la que se han vivido desde 1958, apenas estorbadas por capítulos contados de violencia, jamás el odio se convirtió, como en la época presidida por Chávez, en palanca capaz de mover multitudes. Pero el odio es piedra que va y viene, cuchilla envenenada que se devuelve. Nadie lo monopoliza para que marche únicamente en la dirección proyectada por su fundador, para que solo destruya a un tipo único de individuos. Retorna, no solo porque alguien cometió el horror y el error de sacarlo de su oscura cueva, sino también porque el inventario de las fallas del pasado se puede usar en el cálculo de los delitos y los desaires del oficialismo en la actualidad. El monstruo animado y desatado por Chávez tiene reversa, para cuidado de sus promotores originarios y para desdicha de toda la sociedad. El “perro muerto” está ahora en las alturas del poder.
Habrá captado el lector que no se niega aquí la existencia de sentimientos destructivos en el seno de la población que sufre los desastres de la actual dictadura. ¿Por qué? Porque se manifiestan con frecuencia, y porque no pueden desaparecer de buenas a primeras. El odio es la herencia más pesada de Chávez debido a que lo usó para su beneficio y ahora es, en no pocos casos, resorte de los opositores a su sucesor. Solo pasará con el correr de los tiempos, si la providencia se apiada de la república del futuro. De momento, el pronóstico es negro, porque la “Ley contra el Odio”, que pretende imponer una constituyente fraudulenta para servicio de Nicolás Maduro, lo hará más parte de nosotros.
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