En el año 1991 el jurista peruano Enrique Ghersi publicó el artículo académico “El costo de la legalidad: Una aproximación a la falta de legitimidad del Derecho”. En ese trabajo el autor esboza una serie de conclusiones vitales para entender que las normas y el derecho lejos están de ser indiferentes al ámbito económico. Por el contrario, el cumplimiento de la ley, como sugiere asertivamente Ghersi, depende en gran medida de los costos y beneficios que las normas en cuestión le ofrecen a cada individuo.
El caso venezolano –y en buena parte la premisa puede extenderse al resto de América Latina– es paradigmático en cuanto a este particular. Es frecuente escuchar una y otra vez que las leyes no se cumplen, a pesar de que nos encontramos en un entorno hiperregulado. Control de precios, control de cambio, férreas regulaciones que limitan el derecho de propiedad. Sin embargo, el ciudadano observa que ninguna de esas regulaciones, hechas por un sinfín de razones, logra cumplir su cometido. Ni los precios de los bienes y servicios se encuentran estabilizados ni la política cambiaria goza de algún tipo de viabilidad ni, por supuesto, la propiedad de cada ciudadano –desde el salario del trabajador hasta los potenciales dividendos de un empresario– se encuentran a buen resguardo por el imperio de la ley.
¿Cuál es la razón de ello? Como bien apunta Ghersi en su artículo, “la legitimidad de los sistemas legales no es un fenómeno político, sino consecuencia de una inadecuada estructura institucional que hace muy difícil y a veces imposible a los ciudadanos cumplir con la ley”. Y el no cumplirla, por supuesto, trae consecuencias. Tal vez la más importante es que la interacción humana y los intercambios comienzan a darse al margen del Estado, en la informalidad, y ello no necesariamente es bueno.
La existencia del Estado es un asunto polémico en círculos liberales. Dejando a un lado el debate bizantino sobre la génesis del andamiaje estatal, lo cierto del caso es que la Venezuela y Latinoamérica del presente funcionan a través de Estados, y la informalidad de la acción humana frente a la institucionalidad estatal puede acarrear numerosas asimetrías de información y debilidades para aquellos individuos que no se encuentran favorecidos por la ley.
La informalidad lleva consigo, por ejemplo, que el acceso a la justicia para dirimir conflictos se haga cuesta arriba, por no decir imposible. A un nivel micro, se dificulta el cumplimiento de los contratos. En un entorno macro, las propias normas, leyes y demás actos normativos del Estado se neutralizan por su propia incapacidad de ser respetadas. En la práctica ello implica una exclusión de los ciudadanos en el ejercicio de sus derechos.
Curiosamente, economistas de la talla de Douglas North y Leroy Miller Roger han asegurado que las personas con más recursos enfrentan menos problemas derivados de la regulación, en tanto que los individuos con menos recursos tienden a verse más afectados por la ley. En consecuencia, no sería desatinado afirmar que la informalidad y exclusión derivada de la ley se relacionan directamente con los niveles de ingreso de cada persona.
Como lo plantea Ghersi, “el nivel del costo de la legalidad puede desembocar en un incremento de las desigualdades sociales por comparación con lo que hubiera sucedido en condiciones de menor restricción”, y con ello ‘’discriminar a los pobres que no pueden cumplir las exigencias que la situación impone”.
El derecho, de este modo, difícilmente pueda mantenerse al margen de la construcción de una sociedad abierta. Por el contrario, puede constituirse en una disciplina de utilidad vital para la consecución de hombres libres y prósperos. En medio de un entorno tan hostil para ideas proclives a la modernidad, nunca sobran los ejercicios intelectuales que permitan la restricción del poder y el establecimiento de un gobierno limitado. Existen muchas dificultades y grupos de interés que obstaculizan la apertura deseada. Estas barreras, sin embargo, no pueden combatirse a través del silencio. Repensemos el ejercicio del derecho y de la técnica legislativa. Quedarnos exclusivamente en la cultura de la queja y el lamento difícilmente traiga los cambios que tanto anhelamos. A trabajar por ellos.
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