Los derechos humanos son como la manga o el sombrero de un mago. Pañuelos o conejos van saliendo en ininterrumpida secuencia.
La historia muestra la progresión en este campo. Se habla de varias generaciones de tales derechos y siempre nuevos horizontes se abren, a medida que se va profundizando en la dignidad y exigencias del ser humano e intensificando el compartir entre los pueblos. Por desgracia, han sido conflictos (revoluciones, guerras), nacionales o internacionales, los que más han catalizado el ahondamiento teórico y práctico en la materia. Como grandes hitos se consideran las declaraciones, norteamericana de Virginia (1776), francesa de la Revolución (1789) y universal de la ONU (1948). Sobre los delitos de lesa humanidad resaltan el acuerdo de 1945 –que estableció el Tribunal de Núremberg para castigar los crímenes del nazi-fascismo– y la constitución de la Corte Penal Internacional (1998) para perseguir y condenar delitos contra la humanidad.
Hace poco (30 agosto) escribí en este diario respecto del derecho a la comunicación, como íntima e inmediatamente ligado al de la vida, por cuanto vivir es comunicarse. La hegemonía del Estado que sofoque la comunicación de todo un pueblo debe catalogarse como delito de lesa humanidad, pues encarcela a la ciudadanía en la mazmorra del pensamiento único. La tipificación ya hecha de este tipo de crímenes constituye un inventario inacabado, que la reflexión y la experiencia irán ampliando; inicialmente la mirada se fijaba en los asesinatos, exterminios y deportaciones estilo Auschwitz y trenes de la muerte; hoy en día es preciso incluir casos como la negación de ayuda humanitaria a poblaciones enteras, al igual que la creación de condiciones que obligan a millones de seres humanos a abandonar su patria en la búsqueda de comida, trabajo y seguridad.
El multitudinario éxodo patrio, al igual que las gravísimas y masivas penurias que recogen las encuestas de entes como Cáritas de Venezuela, obligan a hablar de delitos de lesa humanidad. El episcopado nacional en exhortación publicada en enero pasado expresó: “El éxodo de millones de venezolanos que buscan nuevos horizontes nos duele profundamente, así como las fórmulas desesperadas para huir del país” y “la emergencia económica y social hace indispensable que el gobierno permita un canal humanitario”.
Manifiesto agravante del drama venezolano es que los sufrimientos de la población son no simple consecuencia de políticas erradas, sino, en gran medida, fruto de estrategias enderezadas al fortalecimiento y continuidad del régimen y su proyecto socialista comunista. Mientras la gente sea menos en cantidad y más débil en calidad, mejor para el poder.
La extragrande mayoría de los venezolanos disienten del proyecto socialista oficial, rechazado y condenado expresamente en 2007 por la Conferencia Episcopal Venezolana: “Un modelo de Estado socialista, marxista-leninista, estatista es contrario al pensamiento de Libertador Simón Bolívar (…) y también contrario a la naturaleza personal del ser humano y a la visión cristiana del hombre” (Sobre la propuesta de reforma constitucional, 19 octubre 2007).
El episcopado identificó bien lo que se tenía enfrente. Cosa que no hizo o no quiso hacer gran parte de la dirigencia política. Si el análisis está mal, el diagnóstico será errado y la curación quedará imposibilitada. Pregunta obligante en este momento es a) si la dirigencia de la gran mayoría ciudadana dispone de un análisis y un diagnóstico adecuados y compartidos, y b) sobre todo, si está dispuesta a integrarse ya, de modo racional y responsable, para rescatar al país y encaminarlo a un progreso sólido, equitativo y solidario.
Ante un gobierno en comisión de delitos de lesa humanidad, todos, y en especial los dirigentes de la sociedad civil y de las organizaciones políticas, estamos obligados moralmente a una adecuada identificación del régimen y al logro urgente del gobierno de transición que el país reclama.