COLUMNISTA

Leonardo Pereira Meléndez y su Cementerio de voces

por Rafael Rattia Rafael Rattia

Por bondad de su autor llega a mis manos una novela cuyo paradójico título me hace evocar una miríada de reminiscencias mnémicas que perviven en mi conciencia de lector de narrativa venezolana. Se trata de la novela Cementerio de voces del notable escritor y profesor universitario larense Leonardo Pereira Meléndez (Carora, estado Lara, Venezuela, 1966). La portadilla de la novela trae una apretada sinopsis biográfica e intelectual de su autor, donde resalta su dilatada trayectoria como hombre de letras (es abogado y ensayista con estudios doctorales en el campo del Derecho y destacada labor docente en la formación de las nuevas generaciones de profesionales de las ciencias jurídicas).

Lo primero que advierte el lector al iniciar el grato viaje imaginario que resulta de la lectura de Cementerio de voces es un par de epígrafes que a modo de paratextos dan la bienvenida al universo imaginario de Pereira Meléndez distinguiéndose que por su diáfana elocuencia resultan imprescindibles a los fines y propósitos de este ejercicio narrativo de largo aliento que nos propone Meléndez. El primer paratexto es del escritor colombiano Héctor Abad Faciolince que borra las tenues fronteras entre rememoración e invención. Y el segundo paratexto es de la escritora Clarice Lispector, extraído de Un soplo de vida que nos alerta contundentemente con la advertencia: “Si alguien me lee será por su cuenta y riesgo”. Con esta especie de bisagra paratextual nuestro escritor nos brinda su rutilante saga novelesca que da comienzo a un caleidoscópico travelling de la memoria que toca ejes temáticos como la sexualidad y el erotismo de la primera vez que Liliana Romero a sus 17 años hizo el amor con la enfebrecida imaginación del autor del texto narrativo que ocupa nuestra atención, a la sazón, solo contaba con 19, agostos al decir de la propia confesión del actante principal del artefacto narrativo. El sexo explícito y la diáspora se cruzan y entrecruzan por entre las abigarradas páginas del torrente narrativo de Cementerio de voces: “Todos comenzaron a dispersarse y no volver nunca más a la casa solariega de los abuelos…” (p. 6). El autor describe, en apenas pocas palabras, la metáfora de la dispersión demográfica que asola a un país sometido a la más trágica estampida poblacional de sus habitantes. Traza el itinerario mental de la incesante ola migratoria que los venezolanos protagonizan en este tiempo histórico que padecen los hijos de lo que alguna vez fue una patria hoy convertida en protectorado enajenado a potencias extranjeras alineadas con ideologías heteróclitas y ajenas a la democracia occidental.

El autor de Cementerio de voces se expresa con idiolectos y voces provenientes de cierto coloquialismo popular: “Cargaba unos chores que le quedaban ajustados al cuerpo tan corticos que al mirarlos me decía sácate la camisa por fuera, mirá que se te nota el bicho templao”. El narrador, evidentemente, se sumerge hondo en las aguas del voseo popular y emplea giros lingüísticos y expresiones verbales coloquiales atávicas recogidas del trasiego esencial de la verbalización popular reactualizando de un modo singular lo que en otros contextos experienciales narrativos se conoce con el nombre de la “multiplicidad psíquica del personaje” (José Balza dixit).

Particularmente, me identifico con la construcción sintáctica discursiva del río verbal que fluye por las páginas de esta novela; el autor de Cementerio de voces se desdobla en una voz narrativa que se multiplica cual cascada proliferante de voces actanciales legatarias de una escritura y un timbre elocutivo demiúrgico. Las voces actanciales menores que emergen a la superficie de la página y desaparecen como por arte de magia escritural son legión. Mucha osadía expresiva surge y resurge de las vibrantes páginas de esta novela.

Irreverencia iconoclasta antieclesiástica, en más de un sentido las páginas de esta novela exhalan efluvios anarquistas. Por ejemplo, verbigracia, el anticlericalismo de las rezongonas, maldicientes y quejumbrosas frases ateológicas de Pedro Rosas y sus escatológicas expresiones contra la madre del Cristo son, especialmente, memorables.

Con razón la jerarquía católica abominó de este ejercicio narrativo heterodoxo y blasfemo. En otro tiempo, el autor de esta novela hubiera sido sometido a los arbitrios de la pira pública y previamente declarado hereje por el Santo Oficio tribunal de la Inquisición.