Durante las últimas semanas, el presidente de Venezuela, Nicolás Maduro, se ha esmerado en dar la impresión de que su gobierno ha venido afianzándose en el poder. Con gran fanfarria, declaró que el “chavismo arrasó” en las elecciones regionales del 15 de octubre (pasando por alto las inmensas irregularidades que afectaron fatalmente la legitimidad de las mismas). Días más tarde, tuvo el tupé de anunciar: “Decreto un refinanciamiento y una restructuración de la deuda externa y todos los pagos de Venezuela” (como si un refinanciamiento de la deuda externa dependiera exclusivamente de una decisión unilateral del país deudor y no de un acuerdo entre dicho país y sus acreedores internacionales).
En una declaración previa, ya había afirmado: “A veces provoca convertirse en dictador”. (¿Por qué no a fin de cuentas?, pues desde El Estado y la revolución de su amo ideológico, Vladimir Lenin, el socialismo siempre ha mostrado una fascinación visceral por los métodos dictatoriales e incluso totalitarios.). Dando rienda suelta a esos ímpetus tiránicos, Maduro hace promulgar inconstitucionalmente una “ley contra el odio” cuyo propósito no es otro que criminalizar el uso de la libertad de expresión y asociación. Al mismo tiempo, despoja arbitrariamente de su inmunidad parlamentaria y le pone impedimento de salida del país al primer vicepresidente de la Asamblea Nacional, Freddy Guevara.
Esos abusos de poder no consiguen, sin embargo, esconder la profunda, y creciente, fragilidad del régimen castrochavista liderado por Maduro. Una fragilidad que tiene su origen en el desastre económico al que dicho régimen ha llevado al país con las mayores reservas de petróleo del mundo.
Con una economía que anda por el suelo –como ocurre cada vez que el socialismo se implanta en un país–, Venezuela es hoy más dependiente que nunca de sus importaciones de artículos de consumo de primera necesidad y de insumos industriales. Sin embargo, la exportación de petróleo (que provee más de 90% de los ingresos de divisas) se encuentra en sus niveles más bajos en casi 30 años, fruto de la politización a ultranza de la gestión de la compañía estatal de petróleo (Pdvsa) y de la corrupción a que dicha politización ha dado lugar.
Los ingresos en divisas no alcanzan para atender las necesidades de importación y al mismo tiempo cubrir el servicio de la deuda externa de Venezuela (es decir, el pago de los intereses y del capital adeudado llegado a su vencimiento).
La renegociación de la deuda externa se ha convertido en una cuestión de vida o muerte para el régimen venezolano. En efecto, Maduro puede difícilmente permitirse el lujo de una cesación de pagos (default), pues en tal caso, los acreedores internacionales podrían embargar los activos que poseen en el exterior tanto el Estado venezolano como Pdvsa, incluyendo los tanqueros venezolanos cargados de petróleo. De ahí la necesidad, para el régimen bolivariano, de llegar a un acuerdo con dichos acreedores.
Ahora bien, la Constitución de Venezuela estipula que ese tipo de negociación requiere la participación y el aval de la Asamblea Nacional, en la que la oposición es mayoritaria. Sin embargo, Maduro se obstina en pasarle por alto al Poder Legislativo elegido por el pueblo debido a que en dicha Asamblea la oposición es mayoritaria y exige, para dar su visto bueno, reformas estructurales que saquen a la economía venezolana de la parálisis a la que el socialismo del siglo XXI la ha llevado.
Los mercados internacionales han venido reclamando tasas de interés astronómicas a cambio de comprar bonos del Estado venezolano o de Pdvsa, por temor a que un gobierno futuro rechace pagar una deuda que no obtuvo –como lo requiere la Constitución– el aval de la Asamblea Nacional. Dicho de otro modo, el hecho de que el régimen castrochavista haya optado por vapulear las prerrogativas de la Asamblea Nacional en esa materia acarrea un elevado costo financiero para el Estado venezolano y para Pdvsa.
Las violaciones de derechos humanos perpetradas por el régimen castrochavista no han hecho sino agravar la situación financiera del país. Las sanciones económicas, en retorsión por dichas violaciones, llueven por doquier. De Estados Unidos, en primer lugar; del Canadá también; de la Unión Europea, además. Y el espectro de un endurecimiento de esas sanciones en reacción a la represión creciente desatada por el régimen castrochavista –como lo reclamara recientemente el presidente Mauricio Macri, de Argentina y como lo dejara entrever la Unión Europea al anunciar que sus sanciones podrían ser “graduales”– complica aún más las deterioradas perspectivas financieras que enfrenta dicho régimen.
El castrochavismo ha quedado a merced de lo que sus aliados Rusia y China tengan a bien prestarle. Pero esa ayuda se hará, como de costumbre, a cambio de que Venezuela les ceda activos petroleros o se comprometa a pagar los nuevos préstamos con futuros suministros de petróleo. Ello habrá de disminuir aún más la capacidad de Venezuela de vender su ya escuálida producción de petróleo en los mercados internacionales a cambio de divisas contantes y sonantes, pues una parte creciente de dicha producción estaría destinada a pagar los préstamos otorgados por esos dos países. El régimen castrochavista dispondría en consecuencia de un monto menor de divisas para importar artículos de primera necesidad e insumos industriales indispensables para la economía venezolana.
Lo más peligroso para el régimen venezolano reside en el hecho de que el cerco diplomático y financiero en que su obstinación represiva lo ha sumido no dejará de producir grietas en la cúpula del poder.
Miembros eminentes del chavismo comenzarán en efecto a preguntarse: “¿Vale la pena hundirse por Maduro y vernos afectados por sanciones individuales que nos impedirían hacer uso y disfrutar de nuestras fortunas personales en el exterior?”. Para el castrochavismo, la hora del “sálvese quien pueda” parece haber llegado.
No hay mejor prueba del malestar reinante en las filas del chavismo que la sorpresiva y espectacular evasión del señero prisionero político Antonio Ledezma, quien reveló que contó con la ayuda de militares para concretizar esa proeza.
Existe un factor adicional que podría contribuir al resquebrajamiento de la cohesión gubernamental. Tal factor no es otro que el aparente debilitamiento de la oposición venezolana, un debilitamiento fruto de la feroz represión y de las tácticas divisorias empleadas por el régimen venezolano.
Si hasta el momento el grueso del chavismo ha permanecido unido en torno a Nicolás Maduro, se ha debido en gran parte al temor de sus miembros a una victoria electoral de la oposición. Pues en ese caso, los personajes del chavismo no saben quiénes, entre ellos, serían objeto de acciones legales por corrupción o por crímenes contra la humanidad. Para muchos de ellos es preferible defender un régimen inepto, desprestigiado y fallido como es el de Maduro, antes que correr el riesgo de vivir detrás de las rejas de una prisión o ser perseguidos como parias por la justicia internacional.
Pero ahora, con una oposición fragilizada temporalmente, el defender a Maduro a toda costa, a fin de evitar la toma del poder de la misma, deja de ser una prioridad para el chavismo.
La ecuación política actual abre las compuertas a la formación de un frente amplio integrado por opositores, por miembros del llamado “chavismo crítico” y, no menos importante, por militares de diversos rangos, conscientes de que el régimen que han estado respaldando ya no es ni económica ni políticamente sostenible.
El ejemplo del Ecuador podría convertirse en fuente de inspiración para los sectores más lúcidos y menos comprometidos dentro del chavismo. En efecto, el presidente Lenín Moreno, perteneciente al mismo partido que el autoritario y polémico Rafael Correa, ha venido distanciándose de su predecesor, mostrándose dispuesto a escuchar, coexistir y tratar con la prensa independiente, los sectores empresariales y los dirigentes de la oposición, lo que le ha permitido granjearse el apoyo político, o al menos la simpatía y la cooperación, de un amplio espectro de la clase política, intelectual y empresarial de aquel país.
Por todo ello, no se puede descartar la posibilidad de que, dentro del chavismo y de los cuerpos castrenses de Venezuela, haya quienes ya estén vislumbrando la utilidad de engendrar –a la manera de Lenín Moreno en Ecuador– un liderazgo menos conflictivo, menos quemado políticamente y más aceptable en el plano internacional. Un liderazgo, sobre todo, consciente de que su supervivencia política dependerá de su capacidad de rescatar y desarrollar las bases de la economía del país (las “fuerzas productivas” según la jerga marxista) y no del uso de las “fuerzas represivas” moldeadas y dirigidas por los agentes del castrismo que operan en Venezuela.