COLUMNISTA

Legitimidad

por José Rafael Avendaño Timaury José Rafael Avendaño Timaury

Todo lo que había que decir relacionado al sainete montado y a las ineludibles consecuencias del mismo ha sido pronunciado. No importa que algunas no se hayan hecho públicas y que moren in pectore. Lo cierto es que el periplo culminará el próximo domingo. El lunes amaneceremos, no propiamente con la crónica de una muerte anunciada; sino con la certeza inmodificable de que no existe manera alguna de aseverar que el régimen totalitario está cimentado bajo visos ciertos de  legitimidad de origen. Mal puede haber legitimidad cuando el proceso ha nacido nulo –de nulidad absoluta– puesto que emanó de una pseudo autoridad incompetente. De tal manera que los aspectos objetivos y adjetivos han sido obviados. Ergo, lo sustantivo –la abstención– y lo subsiguiente (las resultas) constituyen un proceso írrito; cuyo resultado es la ¡ilegitimidad! Tal circunstancia es un hecho público notorio que no necesita de comprobación ni alegación alguna.

Sabemos que la legitimidad no es otra cosa que el carácter, cualidad o condición de lo que es legítimo. En el derecho administrativo la presunción de legitimidad consiste en la suposición de que “el acto fue hecho conforme a derecho”. Es decir, que su emisión responde a todas las prescripciones legales, habiéndose identificado como fundamento o  razón de ser de la presunción, las garantías subjetivas y objetivas que preceden a la emanación de todos los actos administrativos.

En el área del derecho civil, la Legitimidad de personería es una solemnidad sustancial común a todos los juicios e instancias. La doctrina es unánime cuando afirma que  “es una condición para la acción”. Como tal se la considera como un elemento insoslayable para que cualquier juez emita un pronunciamiento acerca del fondo de la controversia; lo que no significa que se va a expedir una sentencia favorable al actor que la solicita.

En el derecho penal el vetusto principio de legalidad penal: “Nullum crimen, nulla poena sine lege”, constituye la más importante base para la concepción del derecho penal moderno. Establece sin ningún tipo de dudas que la principal fuente del derecho penal es la ley. La misma debe cumplir tres requisitos: Debe ser escrita y por tanto debe estar a disposición en la forma gráfica que permita la comprensión amplia de su alcance y razón. Debe ser previa a la determinación del hecho sancionado y, por último, debe ser estricta, en cuanto a no contener vacíos o ambigüedades que permitan distorsionar la inteligencia de su comprensión y aplicación.

En el derecho mercantil la legitimidad está relacionada a la situación jurídica en que se encuentra un sujeto y en virtud de la cual puede manifestar válidamente su voluntad respecto de una determinada relación de derecho afectándola en algún modo. Es la capacidad o aptitud para adquirir un derecho, o para ejercerlo o simplemente disfrutarlo. Esta concordancia debe ser armónica desde el punto de vista sustantivo y adjetivo.

En lo concerniente al derecho procesal –su dogmática específica– habla de “legitimación ad causam” y de “legitimación ad processum”. La primera se refiere al requerimiento de que la acción sea interpuesta por su titular (esto es, el titular del derecho base de la acción). La legitimidad ad processum se refiere a la idoneidad del sujeto que interviene en juicio, la que pertenece (o debe acompañar) a la parte procesal.

El derecho constitucional distingue dos tipos de legitimidad: La de origen y la de ejercicio. La legitimidad de cualquier gobierno (constitucional y republicano) reposa en la voluntad popular que se expresa mediante elecciones universales y directas. “Un gobierno que posee legitimidad obtiene el consenso de la ciudadanía hacia sus actos de gobierno, y por lo tanto habrá paz y estabilidad social. Si se pierde la legitimidad porque la población cree que el o los gobernantes no ajustan a la ley su actuación, le quedan a la autoridad dos caminos: o renuncia, o impone sus decisiones por medio de la coacción. Esto último puede sostenerse durante muy poco tiempo, pues la ciudadanía tiende a rebelarse contra los regímenes despóticos, lo cual es un derecho constitucional (el de resistencia contra la opresión)..¡Constituye una legítima defensa!

De acuerdo a lo señalado por Eduardo Jorge Arnoletto, “…la legitimidad en un sentido muy amplio y genérico, el concepto evoca la idea de algo auténtico, justo, equitativo, razonable. En su sentido politológico específico, denota la existencia, al menos en la porción principal de la población, de un consenso, que asegure una adecuada disciplina social sin necesidad de recurrir a la coerción, salvo en casos marginales. La legitimidad es un elemento integrador de las relaciones políticas de mando y obediencia. En cuanto a la tensión siempre existente entre la legitimidad y legalidad, la clave del asunto está en la vigencia sociológica de la norma jurídica: en qué medida la ley es socialmente aceptada (y no sólo acatada) por la sociedad que es su destinataria. Esto depende del grado de afinidad de la norma con los valores culturales realmente vigentes en la sociedad”.

La legitimidad puede atribuirse a los gobiernos, al Estado y a las acciones políticas. Si un gobierno es derrocado por un grupo político rival en un golpe de Estado, puede describirse como una acción ilegítima puesto que vulnera la constitución nacional del país donde ocurra. Pero si esa acción cuenta con el apoyo de la mayor parte del pueblo que esa facción quiere gobernar y el mismo pueblo reconoce al nuevo gobierno, entonces adquiere legitimidad. Los mismos Estados pueden alcanzar la legitimidad a través del  reconocimiento diplomático de  otros Estados u organismos internacionales. Variantes muy diferentes de constituciones formales pueden adquirir una legitimidad conocida.

En el lenguaje de los abogados (también politólogos, sociólogos etc.) comúnmente se suele escuchar los términos de “legitimidad” y el de “legalidad”. El término legitimidad se aplica usualmente a la titularidad, es decir, a lo  sustantivo. En el sentido de determinar que un individuo u órgano está investido o tiene facultad para ejecutar el acto o acción. La legalidad abarca, fundamentalmente, al proceso; es decir, al aspecto adjetivo, donde el individuo o el órgano (en el cual es titular del poder) la realizan de conformidad con las reglas y con los límites establecidos. La legitimidad es el requisito de la titularidad del poder. La legalidad lo es de su ejercicio.

El ciclo que se cierra el domingo 20 de mayo no es otra cosa que la culminación de un proceso que se inició desde hace varios años. Comenzó con la elección de la Asamblea Nacional electa mediante una escuálida votación producto de la arrolladora abstención electoral propiciada por la unanimidad de la oposición de aquel entonces. Su composición reflejó una ostensible ilegitimidad.  Le permitió al oficialismo el uso y abuso de específicas normas de carácter constitucional mediante torticeras sentencias emanadas de la llamada Sala Constitucional del Tribunal Supremo de Justicia. Aquel ilegítimo cuerpo generó ilegítimas leyes e ilegítimas cabezas de poderes públicos con rango constitucional. De tal manera que la ilegitimidad de marras generó las sucesivas ilegitimidades en órganos y personas. Todo ello nos ha conducido al penoso estado de Crisis Nacional en que nos encontramos. La situación fáctica de aquel entonces pudo desplegarse sin tropiezo alguno. La única razón radicó en que la oposición organizada no realizó acto alguno para confrontar debidamente la írrita situación creada. Es decir, aceptó sin ambages la ilegitimidad reinante.

El 21 de mayo el totalitarismo intentará proseguir con su plan estratégico. Las consecuencias serán idénticas. Desempolvarán los métodos hartamente conocidos. Coaccionarán a los opositores contestatarios mediante represión indiscriminada. Harán uso sin pudor de la llamada violencia de Estado. Con toda la experticia acostumbrada y con la única intención de mangonear hasta 2024.

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