Si de verdad nos importa Venezuela y queremos ser objetivos, no podemos perder de vista esta realidad: Cuba es la cuna y el cerebro del castrismo. Venezuela ha sido el laboratorio de nuevo tipo donde con más fuerza, tiempo y recursos los altos mandos de La Habana han plantado el virus con el que pretenden –a pesar de fiascos, mala reputación y algún que otro obstáculo democrático– continuar confundiendo, infectando y domesticando las Américas mientras engordan su poder y sus cajas fuertes. Ese es su gran negocio.
Y llevan tiempo en ello. Con seis décadas de existencia, pese a las enredaderas y la miopía social, el objetivo del castrismo sigue siendo el mismo en todos sus terrenos: derribar la democracia para implantar un sistema totalitario bajo cualquiera de las banderas que han izado junto a las izquierdas utilitarias o cómplices: revolución social, marxismo, gramscismo, socialismo del siglo XXI. Les dará igual mientras les sirva el rótulo.
Al final son etiquetas de una misma pócima que la gente sigue comprando una y otra vez con la misma facilidad o costumbre con que compra Coca-Cola. Señales de humo con las que buscan desvirtuar a los medios de comunicación, crear confusión en los círculos democráticos, entretener a los politólogos y ganarse inmerecidas categorías que los lleven, incluso, a ser árbitros de un supuesto tratado de paz (como lo que han tramado para Colombia) cuando se han pasado la vida intentando desestabilizar a las sociedades.
Es triste comprobar que aún hay gente que sigue dejándose embaucar por su verborrea y sus puestas en escena. Las armas del castrismo, para unos tan visibles y para otros tan secretas, siguen apuntando al corazón, unas veces sensiblero y otras entretenido, de las Américas. Pero no siempre tiene que ser así.
Tenemos que reconocer que el castrismo dispone de una nomenclatura pródiga en ismos populistas, meros seudónimos de un proyecto que no puede nombrarse como lo que realmente es: una dictadura. Y no una dictadura del proletariado, ese eufemismo echado al ruedo por los ideólogos del marxismo, Karl Marx y Friedrich Engels, y que cínicamente repitiera Fidel Castro para justificar y tratar de teorizar sus desmanes, sino una dictadura militar que ha hallado en el discurso neoprogresista su mejor disfraz, su más potente portaviones, su perenne demagogia que continúa causando estragos.
El castrismo (llámese chavismo, castrochavismo, madurismo) jamás va a variar su objetivo: mantenerse en el poder a través del control totalitario y a como dé lugar. Esa ha sido justamente su mayor conquista como grupo autocrático y a su vez la causa de su flagrante fracaso como supuesto proyecto social. Paradójica y áspera realidad.
Pero a pesar de la invariabilidad de sus malas intenciones, se trata de un sistema camaleónico. De ahí que luego de la caída del Muro de Berlín, Fidel Castro y sus estrategas se vieron obligados a transformar las estrategias de guerra de guerrillas y terror urbano con las que triunfaron en Cuba y causaron tanto horror en Latinoamérica y África desde los años sesenta hasta entrados los ochenta.
La desaparición del bloque comunista del Este le reveló a los Castro que no eran los tiempos de sus cruzadas africanas ni de los grupos terroristas y las narcoguerrillas latinoamericanas que entrenaban, patrocinaban y asesoraban desde La Habana, y que tan mala fama ya tenían, sobre todo en aquellos tiempos donde se volvía a hablar de la paz y muchos en el mundo repetían –y equivocadamente lo siguen haciendo– la impericia de “se acabó la guerra fría”.
En aquellos años finales del siglo XX se iniciaban otros tiempos para las ambiciones del castrismo. En La Habana, el más antiguo líder de la izquierda radical seguía vociferando “resistiremos, venceremos, primero se hundirá la isla en el mar antes de traicionar la revolución” y les reprochaba a sus antiguos aliados el “desmerengamiento” de la URSS y sus satélites.
Pero en realidad la alarma no era por la hambruna que se avecinaba para sus ciudadanos sino por la pérdida de las prebendas que le enviaban los soviéticos, de las que solo unas migajas iban a parar a los cubanos de a pie. La enorme mascada sigue estando en las arcas recónditas del castrismo.
Sin el llamado “comunismo real”, el castrismo (el comunismo caribeño) inevitablemente tenía que ingeniarse un nuevo atajo, lo más democrático posible, para llegar al mismo punto. Y no tardó en encontrarlo. Cuando en 1992 Hugo Chávez intentó su fallido golpe de Estado, Fidel Castro se ganó la lotería del siglo XXI, a punto de nacer.
Apenas salió de la cárcel (craso error que la socialdemocracia también cometió con Fidel Castro después de haber asaltado el cuartel Moncada), Chávez fue recibido con honores en La Habana, lo apuntalaron y adiestraron minuciosamente para que llegado el momento se presentara a las elecciones. El castrismo le garantizaría no solo una victoria espectacular sino también –y este es un detalle esencial del trato– la permanencia en el poder a cambio de una alianza inalterable.
El ambicioso y ególatra militar codiciaba no solo comandar su país sino también gobernar a las Américas, ser el nuevo Libertador. Se creía la reencarnación de Bolívar y eso le hizo creer a muchos que votaron por él. Y cuando se desencantaron –así suele pasar con estos regímenes– ya no era suficiente con retirarle el voto. La maquinaria comunista no había secuestrado las almas llaneras únicamente sino también la institucionalidad, que es precisamente lo más delicado, el meollo de la estafa.
El castrismo ayudó a Chávez a cumplir una parte del delirio que compartía con su admirado Fidel Castro, de quien llegó a sentirse hijo predilecto, olvidando que estos pandilleros jamás han dudado en devorar a sus hijos. Y terminó engullido y revolucionariamente santificado tal como le ocurrió al Che Guevara. Ese fue el final de Chávez, pero por desgracia no del chavismo, ni del SSXXI, el nuevo apodo del castrismo que –si no se les destierra a la fuerza– no tardarán en transfigurar, pues los tiempos modernos, o posmodernos, van muy rápido. Quizás demasiado.
Maduro y sus gendarmes, siguiendo el manual castrista al pie de la letra, han llevado a Venezuela a la ruina económica y social. Con la imposición de la constituyente y la propaganda de unas fingidas elecciones, se proponen darle la estocada final al país. Solo hay una pregunta: ¿lo permitiremos?
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