Las ventajas de haber creído en algo con honestidad y haber luego transitado hacia otras ideas distintas y aparentemente contrarias, son muchas. Hablo de comunismo porque es lo que nos compete en estos días, pero uno puede haber sido cualquier cosa y haberse luego “convertido” en alguien distinto. Los cambios no indican superficialidad ni indecisión. Tampoco inestabilidad ni poca seriedad intelectual. Son signos, en todo caso, de madurez y apertura a la diversidad de opiniones y modos de interpretar los acontecimientos. Si son profundos, los cambios suponen un itinerario de búsqueda que puede resultar en una gran riqueza interior, por abrir a la comprensión de otras corrientes de pensamiento y ambientes. Lo humano y natural es ir profundizando en las propias inquietudes para integrarlas en torno a un centro de unidad íntimo que les da vida.
Las transiciones son progresivas y no necesariamente anulan las inquietudes originarias. Cambiar no siempre niega el contenido que late en las creencias interiores (y anteriores). Sucede que puede potenciarlas, pero por un camino distinto. San Agustín, por ejemplo, fue maniqueo, escéptico, neoplatónico y platónico. Su vida fue accidentada y su búsqueda, profunda. El platonismo le ayudó a resolver el problema del materialismo y el mal. Su progresiva ascensión hacia la comprensión del Dios cristiano necesitó, en su caso particular, del contacto con el mundo de las ideas de Platón. Si no se hubiese abierto a las realidades inmateriales e intangibles se le hubiese hecho más problemática la posibilidad de la conversión. Ese fue su caso, su camino, porque es preciso reconocer que los itinerarios son distintos, tanto como los procesos de maduración interior y de asimilación de lo que vivimos. Los tiempos psicológicos para comprender ciertas realidades que no logramos integrar a nuestro proceso de búsqueda son también distintos en cada uno. Es tal vez la experiencia la que debe ser elevada al nivel de la conciencia para enriquecer nuestra subjetividad. Porque eso hacen los cambios: amplían la visión y la comprensión del hombre y la sociedad en que vivimos.
En estos momentos, las ventajas de haber sido comunista son grandes, pues quien ha sufrido transiciones interiores está más capacitado para unir las dos orillas: la que se deja y esa hacia la que se quiere transitar. Hablo de los intelectualmente honestos, de esos que han buscado con autenticidad ciertos caminos en los que les pareció encontrar respuestas hasta advertir que por allí no estaban. ¿Por qué puede ser una ventaja haber sido comunista en un país como el nuestro? Porque pienso que esas ideas que han chocado con la experiencia, con la realidad, pueden ser comprendidas por ellos en su proceso y quien ha sido “algo” (y todos lo hemos sido) y ha cambiado, puede tal vez identificar los obstáculos que le impedían una transición más rápida o una claridad interior mayor. Hablo, repito, de los intelectualmente honestos, de esos que reconocen que se equivocaron. Uno puede también ahondar en su visión del mundo sin transitar necesariamente hacia otra ideología o sistema filosófico, pero la profundización en una inquietud que ha permanecido estable es también una especie de cambio. Quien es sincero se da cuenta, en algún momento, de que lo que creyó parece no ser exactamente así. Evidentemente, en estos cambios, también hay oportunistas e insinceros. Pero en estos momentos no hablo de esos, pues por no ser auténticos (por no haber realmente cambiado por dentro), no saben explicar el proceso interior que precisamente no han experimentado.
Hace unos años fui a un ciclo de conferencias en Cedice. Estuvieron presentes Vargas Llosa, su hijo, Plinio Apuleyo Mendoza, quien contó varias anécdotas interesantes sobre García Márquez y Julio Cortázar en relación a su apoyo a Fidel Castro y el comunismo, entre otros. Todo fue sin duda interesante, pero debo decir, con sinceridad, que la conferencia que me conmovió y realmente me tocó, fue la de un señor centroamericano que había sido comunista. El explicó, con un lenguaje sencillo y desde una humildad profunda, qué le hizo dudar del sistema en el que creyó. Lo que cambió su vida fue la experiencia: tener que hacer colas y colas para comprar, en concreto, pollo. Allí pensó que algo no estaba bien en el modelo que había generado pobreza y destrucción en su nación, en lugar de beneficios y auténtica preocupación por el más pobre.
¿Qué sentí yo en Cedice, a pesar de creer en el libre mercado y entender lo que escuchaba? Que el lenguaje era frío, técnico, erudito, desconectado tal vez de la mentalidad de las mayorías y poco “humano”. ¿En qué sentido “poco humano”? Digamos que no sentí que se hablaba del hombre, de ese hombre que sufre penalidades en lo concreto y está muy alejado de ese lenguaje que puede resultarle extraño a su vida cotidiana.
Y aquí quiero detenerme en tres puntos concretos. El primero es que no creo que la vía para salir de esta situación sea la de contraponer el comunismo al liberalismo, al neoliberalismo, al capitalismo. No creo que el camino sea confrontar un modo de pensar con el otro, pues sin quererlo ni desearlo, las explicaciones pueden quedarse a un nivel muy teórico que no interesa al pueblo. El segundo punto tiene que ver con el modo en que se aborda el concepto de libertad. Escucho con frecuencia que a veces los pueblos “tienen miedo a ser libres” y prefieren mantenerse sometidos. Esto lo escuché incluso a Vargas Llosa y a muchos libertarios que con buenas intenciones ven la solución en un cambio de modelo, y con razón. Decir, sin embargo, que el pueblo “no quiere ser libre” atenta contra la dignidad humana y es signo de no comprender lo que puede pasar por la mente de alguien que quiere un cambio, pero está resignado a su situación. El tercer punto tiene que ver con lo que he escuchado decir a ciertos políticos sobre el mismo tema. Así como unos dicen que “tenemos miedo a ser libres”, otros dicen que la libertad es un concepto muy abstracto que el pueblo no entiende. Las dos vías, desde mi perspectiva, son insuficientes y deben complementarse para lograr una mejor aproximación al problema.
El ser humano puede no ser consciente de lo que implica ser libre, aunque haya nacido para serlo. Comprender qué es lo que impide cambiar la propia vida para salir de la indigencia o de algún estado interior de indigencia (porque esta no es solo material) lleva tiempo y precisa de ayuda. Es fácil e injusto decir que la gente es conformista, floja, oportunista, cómoda, y que se deja comprar por un bozal de arepa. Cuando no se sabe cómo salir de la pobreza, a pesar de trabajar, la frustración y la baja autoestima dominan la intimidad y llevan a la pasividad. Por eso, decir que la gente “tiene miedo” a ser libre es impreciso. Digamos que es cierto, pero solo en parte. Si la gente no quisiera otro tipo de vida no estaría cruzando la frontera por millares. Decir, por otra parte, que la libertad es un concepto abstracto que no entiende la gente es ofensivo. Esto es cierto si el lenguaje es académico y erudito; si no logra afectar las conciencias y los corazones; si no logra la conexión con la gente y se queda en un nivel de abstracción, de conceptualización que no mueve a nadie. Una muchacha muy pobre, pero con un gran deseo de salir adelante aunque no sabe cómo ganar más (este es el punto), me dijo que este gobierno, con los bonos y las cajas clap, trata a las personas como animales. ¿Sabe o no sabe esta muchacha que es ante todo un ser humano y por tanto libre? Lo que le sucede es que no ha tenido la oportunidad de discernir sus talentos.
Creo que hay que hablar con la gente para escucharla y saber qué pasa por su mente. Encontrar el lenguaje para explicar a las mayorías lo que sucede, para conectarse con sus frustraciones y necesidades, con su manera de ver el mundo y vivenciarlo es necesario para generar un discurso de esperanza real que logre ayudar al otro (a cada uno) a sentirse reconocido como persona.
Quienes fueron comunistas pueden explicar mejor el proceso de transición en virtud de su experiencia. Su inquietud por la injusticia social y su sensibilidad por los más pobres (hablo de los sinceros) puede hacerlos capaces de elaborar una narrativa que ayude a la gente a tomar conciencia de lo que significa ser libre y de cómo el comunismo lo impide. Ellos saben qué les atrajo de la ideología y qué les ayudó a comprender la realidad de otro modo. Conocen también los obstáculos para abrirse a algo nuevo.
El hombre necesita experimentar, en la acción, mediante un trabajo digno que redunde en su bienestar, que tiene talentos dormidos. A través de la sola explicación no se logra el cambio. Es como inducir un parto. La libertad se despierta, se induce, para que se eleve al nivel de la conciencia de la vivencia. Es un proceso. No se trata solo de contraponer el liberalismo al comunismo. Pienso, de verdad, que por ahí no va la cosa. La gente quiere ser libre, pero tal vez no sabe lo que implica. Tampoco sabe cómo lograrlo ni qué hay que hacer para superar condiciones de vida muy difíciles. Hay que discernir, además, qué entiende la gente por libertad.
Se necesita otro lenguaje: uno que diagnostique lo que realmente sucede para mover a una sociedad desesperanzada.
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