Como consecuencia de la perestroika soviética y de la caída del Muro de Berlín en 1989 se puso fin a la existencia del poderoso bloque socialista y su intención de extenderse por el mundo.
El derrumbe del campo socialista llevó a Francis Fukuyama a exponer su polémica tesis del fin de la historia. Esta afirmaba que el fracaso de la ideología comunista conducía a la universalización del liberalismo económico y la democracia política como únicas posibilidades hasta el fin de los tiempos. Pero el fin del bloque socialista tuvo sus bemoles. Por un lado la fórmula china que logró exitosamente aunar los dos sistemas. Por otro, la estrambótica e inclasificable monarquía coreana y Cuba, que decidieron mantenerse en el poder con base en la represión y el hambre de sus pueblos.
A pesar de que para esa fecha ya la Revolución cubana había perdido muchos de sus defensores, continuó siendo el estandarte de muchos izquierdistas del tercer mundo que, cegados por la venda ideológica de la que hablaba Octavio Paz, en lugar de condolerse por el sufrimiento del pueblo de la isla por el afán de una élite obcecada e incompetente por mantenerse en el poder, veían en esa esclerotizada y corrompida nomenclatura héroes que lograban sobrevivir al derrumbe de los seculares ideales.
No imaginaba Fidel Castro el golpe de dados que le reservaba la historia con el triunfo de Hugo Chávez, el golpista que había intentado derrocar a su entonces aliado Carlos Andrés Pérez. Tampoco que el fervor adolescente del teniente alzado por los enmohecidos mitos épicos, los barbudos de la sierra, le concedería un lugar tan privilegiado al viejo líder que llevó al inédito caso de que el país financista decidiera acogerse a la tutela y la inspiración del financiado. De esta manera, la economía cubana pasó a beneficiarse de la riqueza petrolera venezolana que se le entregaba en notorias cantidades, a cambio de unos profesionales innecesarios y, sobre todo, de asesores militares y de seguridad que terminaron acaparando el poder de decisión del postrado admirador, para entonces adinerado de manera inimaginable.
Pero no todo marchaba bien con la democracia liberal, al menos en Latinoamérica, y tampoco se habían extinguido los izquierdistas que encontraron expresión en el Foro de Sao Paulo. El nuevo milenio se estrena con gobiernos de izquierda en varios países de la región: Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, Ecuador, Nicaragua, Uruguay… con importantes diferencias, entre ellos incluso algunos con gobiernos progresistas y prósperos en las antípodas de la barbarie y la ineptitud chavista, pero casi todos adulantes del caudillo acaudalado que se propuso la desquiciada tarea de liderar la región. Hoy, buena parte de estos gobernantes que hablaban de reivindicar a los condenados de estas tierras fueron derrotados electoralmente, han visto decaer sus economías y están acusados de corrupción y otros graves delitos. Allí están los casos de Lula, en Brasil; Cristina Kirchner, en Argentina, y Rafael Correa, en Ecuador.
Los gobiernos de Daniel Ortega, en Nicaragua, y Nicolás Maduro, en Venezuela, dan hoy muestras de un inédito comportamiento delincuencial y una crueldad política que se iguala a las peores dictaduras bananeras, asimilando métodos de opresión de distinto signo, unido a un vacío mensaje populista, insólita mezcla de retazos políticos contradictorios. Allí está seguramente la verdadera dependencia hacia el gobierno cubano, propietaria del know how para mantenerse en el poder por encima del sufrimiento de los ciudadanos. Cueste lo que cueste, así sea un elevadísimo precio en vidas y bienes. Pero cada país tiene sus especificidades históricas, políticas y sociales diferentes y no hay receta que sirva para enfrentar todas las realidades. La misma Cuba, paradójicamente, muy lenta y precariamente intenta cambios acordes con los tiempos, seguramente muy a pesar de buena parte de su élite gobernante.
Estamos, sin duda, frente a los últimos vestigios de un edificio que sobrevive por el secuestro de las instituciones democráticas y la imposición del terror de la violencia armada que aplican sin que les tiemble el pulso. Son las últimas ruinas, su ausencia de bases históricas y geopolíticas mínimamente sólidas es una razón de peso para confiar en su derrumbe.
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