COLUMNISTA

Las últimas ruinas

por Fernando Rodríguez Fernando Rodríguez

No hay duda, en 1989 se selló la muerte del comunismo o más exactamente del marxismo interpretado a la manera leninista-stalinista, soviética y luego mundializada. Pero aquella inesperada implosión silente y pacífica si bien demolió en muy poco tiempo las bases del vasto imperio, como suele suceder en todo desplazamiento histórico de esas dimensiones, algunos residuos quedaron en pie y hasta otras excrecencias emergieron. Yo diría que estos fueron de dos tipos: aquellos que ensayaban ya la convivencia exitosa de los dos sistemas, con prevalencia del capitalismo, como China y Vietnam, la cual no ha hecho sino acentuarse y se ha sumado balbuceantemente Cuba, traumatizada por la crisis del “período especial”, justamente producto de la debacle del 89. Aparte la monstruosa Corea del Norte, que pareciera tener más ingredientes propios del “despotismo asiático”. El resto, en especial en la América Latina, fueron sistemas capitalistas, con aderezos socialistas,  catalogados como populistas, pero que tuvieron, en menor o mayor escala, un ingrediente poscomunista, visibles en la retórica fidelidad a la apaleada y devaluada Cuba y en un confuso y contradictorio discurso antiimperialista y clasista.

Lo que vivimos hoy pareciera ser la destrucción de estas últimas ruinas del imperio que tuvo bombas nucleares, paseó por el espacio y avasalló buena parte del planeta. Las últimas noticias indican que hasta Corea del Norte parece que ha decidido civilizarse, desnuclearizarse, acercarse a su otra mitad cada vez más próspera y tratar de levantar su economía aislada y primitiva. Y en América Latina, que es a lo que vamos, el mapa político nada tiene que ver con el de hace un decenio. Lula, el hijo de Brasil, campeón de la lucha contra la pobreza según la ONU y el que colocó a su país entre las diez mayores economías del mundo, está en una prisión por corrupto; y el poderoso Partido de los Trabajadores ha sido diezmado por las plagas de Lava Jato y Odebrecht. En Argentina un empresario millonario y liberal ha sustituido con buen viento al multiforme peronismo y el kirchnerismo espera su turno a las puertas de los tribunales. Correa fue sacado de juego, ya no podrá ser presidente per vitam y acaba de confesar que teme terminar en la cárcel, injustamente claro. El Perú, en hora pujante, está también en manos de la derecha democrática. Igual cosa sucede en Chile, el mes pasado socialista de buena ley. Unasur, ese elefante negro, amamantado entre otros por Chávez y su tribu, se desmoronó; quedó reducido a países sin mayor significación, salvo Uruguay tan inteligente pero tan poca cosa internacionalmente, preso de sus tristes contradicciones. En Nicaragua se armó la grande contra el estrafalario y despótico régimen sandinista, tanto como los glamorosos atavíos de su prima donna. El disfuncional de Evo sigue diciendo tonteras sobre que va a acabar mañana con el imperialismo, pero a la economía ni con el pétalo de una rosa roja. Por último, no hay que olvidar que la bestia de Trump sustituyó al distinguido Obama (lo que demuestra, de paso, que la raza aria es inferior a la negra). Y, no es cuestión de repetir nuestros males, somos la tragedia de América y una de las mayores del mundo: todos los galenos económicos dicen que esto no puede durar. Hay otras cosas, pero no se trata de ser exhaustivos. Ahora bien, muchas de estas nuevas son muy positivas. Y América Latina, que tuvo la mejor década de su historia a comienzos del milenio, mantiene ahora una respetable estabilidad, salvo nosotros claro.

¿Un mundo feliz? Pues no, la desigualdad sigue siendo muy grande, sobre todo en los países desarrollados, y hay casi mil millones de hambrientos en el mundo de la pobreza. Hay que seguir preguntando por unos cuantos puntos ciegos sobre la explotación y la alienación, a lo mejor al mismo Marx, como dice en Letras Libres Christopher Domínguez Michael, que piensa que de este todo viene, la barbarie y la justicia social.