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Damien Hirst, Tiburon en formol, de la serie Beautiful Inside My Head Forever, 2008
El público que asiste a galerías y ferias de arte observa con desconcierto cómo simples objetos, sean bolsas de basura repletas de desechos, felpudos, cajas de zapatos o animales disecados, son calificados por curadores y críticos de obras de arte. El cadáver de un tiburón sumergido en una pecera con formol, una de las piezas de la exposición Beautiful Inside My Head Forever del artista inglés Damien Hirst (Bristol, 1965), fue vendida en el año 2008 por la galería londinense Saatchi en 8 millones de libras esterlinas (10 millones de dólares). Lo mismo sucedió con la calavera con diamantes del mismo autor, titulada For the Love of God, vendida en 50 millones de libras esterlinas (65 millones de dólares). Estas piezas y sus exorbitantes precios forman parte de un mercado que contribuye a la confusión reinante en el arte contemporáneo y al embrollo financiero creado entre inversionistas, galeristas, curadores, críticos y coleccionistas. Pero este artista que en 2008 ganó 201 millones de dólares, 10 años después se ha convertido en un dolor de cabeza para aquellos que adquirieron sus obras, pues estas han tenido una pérdida de 50% y más de su valor original.
Damien Hirst, For the Love of God, 2008
En 2012, ante el temor de que la carencia de un discurso y la extravagancia de esas obras pudieran adquirir un carácter efímero, dos destacados coleccionistas que habían invertido en ellas influyeron para que el Tate Modern de Londres organizara una exposición retrospectiva, intuyendo que en el contexto de un museo con tanto prestigio se comenzaran a valorar esos objetos como obras de arte. Sin embargo, eso no pudo detener la caída de su valor en el mercado. Pero recordemos lo exhibido en dicha retrospectiva, curada por Ann Gallagher: Boxes (1988), composiciones en las que cajas de cartón coloreadas conforman diseños en los muros a lo Mondrian; Spots Painting (1986), lunares de colores sobre lienzos, que vendrían a ser una ampliación de la trama que uno puede ver a través de un cuentahilos de imprenta… ya visto en los años sesenta en el pop art norteamericano; 8 Pans (1987), ocho ollas y sartenes coloreados con pintura acrílica. En el centro de la sala N° 2 se encontraba Mil años (1990), una estructura de vidrio aislante en cuyo interior estaba la cabeza decapitada de un becerro pudriéndose en tiempo real con miles de moscas revoloteando sobre la carroña mientras que en lo alto estaba colocada la parrilla de un matamoscas eléctrico donde se electrocutaban docenas de estas. En las otras salas fueron instalados corderos y vacas (Mother and Child, 1990) cortados por la mitad y conservados en formol, mariposas en libre vuelo, materiales didácticos para la enseñanza de la medicina, el interior de una farmacia, así como todo un instrumental quirúrgico exhibido en vitrinas. En fin, cualquier cosa dentro de una serie de despropósitos de una curadora y un artista que no tenía un discurso sólido que mostrar. El Tate convertido en morgue o en laboratorio de taxidermia.
En subastas recientes como la de Sothesby’s este año, los precios de las obras de Hirst cayeron en 50% o no se vendieron, y en la subasta de Phillips London, en marzo de 2017, la obra con el rimbombante título: The “spin” work Beautiful Mider Intense Cathartic Painting with Extra Inner Beauty (2008), vendido originalmente en 1,2 millones de dólares en 2008, se revendió en 546.000 dólares. Es una verdadera debacle para algunos inversionistas.
Damien Hirst, Oveja en formol, de la serie Beautiful Inside My Head Forever, 2008
Pero el caso de Hirst es solo uno entre muchos ejemplos de la superficialidad y banalidad que invaden las galerías, ferias y museos alrededor del mundo. Eso es cosa frecuente en muchos stands de las últimas ferias de arte que he visitado, donde uno no sabe si estaba observando una exposición de decoradores, artesanos o bromistas… a los “instaladores” les ha dado por colocar juegos de muebles, espejos y valijas, eso sí, con un texto explicativo de la “obra” con el que tratan de convencer de su engendro. Muchas de las llamadas obras de arte e instalaciones “vanguardistas” o “posmodernas”, sin ningún discurso conceptual que las sostenga, no son otra cosa que trampas cazabobos armadas por arribistas sin oficio, curadores y galeristas con una estrategia de marketing respaldándolos, muchas agallas y poco miedo al ridículo. Hay un viejo refrán popular que dice: “Donde hay un timador, hay un incauto”. Es una trapacería, no hay otra palabra para definir a unos autodenominados “artistas”, fabricantes de desaguisados.
Damien Hirst, 2017
¿De dónde viene esto? Cuando Marcel Duchamp (1887–1968), cuestionó el academicismo en el arte y en 1917 expuso un urinario de porcelana que tituló Fountain, bajo el concepto ready-made art, dio inicio, sin proponérselo, a que muchos otros se sintieran con licencia para matar el arte. Son vulgares imitadores de las obras de Duchamp, Ray, Picabia o del pop art de la década de los sesenta, que ya hemos visto hasta la saturación pero que estos exponentes del disparate nos tratan de vender como algo novedoso. La exposición del joven artista mexicano Gabriel Orozco en el Museo de Arte Moderno de Nueva York (MoMA), en 2010, quien fue catalogado por la revista Art Now como “uno de los 81 creadores más influyentes de la actualidad”, se refería a su obra Caja de zapatos vacía (1993). Tan magnífica “obra” era ¡…una caja de zapatos vacía!, muy bien iluminada. Críticos de arte, periodistas culturales y curadores que convierten lo banal y nulo en vanguardia, no hacen otra cosa que invitar a la gente a vivir en el mundo de la estupidez y la confusión. Como afirma Baudrillard, el “arte apuesta a esa incertidumbre, a la imposibilidad de un juicio de valor estético fundado, y especula con la culpa de los que no lo entienden, o no entendieron que “no había nada que entender”. Esta paranoia cómplice del arte hace que ya no haya juicio crítico posible, solo un reparto amistoso de la nulidad”.
Si bien el arte debe ser completamente libre por tratarse de un mecanismo de expresión del que dispone cualquier individuo, debe existir al menos una dosis de ética en el artista en relación con las obras que exhibe. Son hilarantes las anécdotas sobre estos supuestos artistas. Se comenta que en una famosa galería de Nueva York un visitante preguntó el nombre del artista y el título de la obra colgada en la pared de una exposición de “arte conceptual”, tratándose en realidad de la rejilla del sistema de ventilación que tenía incorporadas unas delgadas tiras de plástico de colores que ondeaban en el aire. En la FIAC de 2013 en París, un stand exhibía felpudos usados, eso sí, bellamente enmarcados e iluminados. Uno de estos aún tenía restos de una plasta de perro, donde muy probablemente el “artista” había limpiado sus zapatos. Tuvieron mucha demanda pese a los altos precios. El paroxismo de esta confusión generalizada sobre lo que es el arte en la actualidad lo presencié en la FIAC París en 2016, cuando en uno de los pasillos me topé con un grupo de personas que tomaban fotografías o señalaban hacia el piso, donde vi una bella agenda de cuero marrón, entreabierta de canto en el piso, repleta de hojas amarillas de post-it y unas cartas de visita desparramadas bajo el spot de un reflector. Un señor mayor, muy elegante y con la punta de sus lentes colocada en su labio inferior, comentaba con cierto desdén a su bella acompañante lo interesante de la obra en el centro del haz de luz, que él interpretaba como el tiempo lineal en el que uno se pierde en la vida. En medio de ese espontáneo apiñamiento apareció una señora un tanto regordeta, desencajada y respirando nerviosamente, se coló hacia el centro iluminado hasta que, entre suspiros de alivio, tomó la agenda y organizando las tarjetas dio las gracias hacia el cielo por haberla encontrado, la guardó en su bolso y se marchó presurosa.
En el mundo de las “instalaciones”, tan de moda entre los mercaderes del templo del arte y generalmente tan mediocres, la cáustica voz de Avelina Lésper se hace escuchar: “Qué hacemos con el arte: decir abiertamente que ni el discurso, ni las intenciones, ni las grandes sumas de dinero convierten en arte a objetos sin inteligencia, factura y belleza, que la condición de arte está por encima de intereses ideológicos y económicos. Dejemos la hipocresía de las buenas intenciones y aceptemos que el arte está padeciendo a sus mercenarios, gente que lo ha convertido en un instrumento ideológico y económico, que han hecho de su mediocridad un arma, y que son artistas del chantaje social”.
El mercado del arte se ha globalizado convirtiéndose en un verdadero fenómeno financiero del siglo XXI. En 2017 se registraron ventas globales por 63.700 millones de dólares. En todas partes del mundo, el público acude en masa a las ferias, museos y galerías, sin embargo, existe una gran confusión ante el “se vale todo” en el arte, lo que ha ocasionado una crisis de valoración estética aunada a una deslegitimación promovidas por un mercado voraz y muy eficaz en mercadear propuestas insulsas que persuaden a la gente desinformada a preferir lo falso a lo verdadero, lo insustancial a lo valioso. Este desconcierto está opacando a los verdaderos discursos del arte contemporáneo, incluyendo el de jóvenes artistas con investigaciones y propuestas coherentes e innovadoras.
Pese a esa invasión de la estulticia, la percepción de los coleccionistas y del público está retornando a las fuentes estéticas. En Art Basel 2018, la feria más importante del mundo, el primer día fue un éxito de ventas para las galerías que mostraban a los artistas con discursos coherentes. Vale la pena destacar que en las primeras horas de la feria, en el denominado First Choice, exclusivo para coleccionistas e invitados especiales, el Louisiana Museum of Modern Art de Copenhague adquirió la obra Translucent Chromointerférent Environement (1974-2009) del maestro Cruz-Diez.
Para terminar estos pensamientos en voz alta sobre la confusión del arte contemporáneo y buscando un poco de sentido, me remito a tres definiciones sobre el arte: Tomás de Aquino (c. 1225–1274), en su Summa Theologiae, dice: “El arte es la técnica de lo factible, el arte es el recto ordenamiento de la razón”. Hegel, en su Fenomenología del Espíritu (1807), aporta su interesante visión: “La verdadera obra de arte, además del goce inmediato, genera en los seres pensamiento, reflexión y juicios”, y para Jorge Wagensberg (El arte en aforismos, El País, 2014), “una obra de arte es una compresión en pos de una expansión”.
@edgarcherubini
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