COLUMNISTA

Las leyes de la historia

por Ofelia Avella Ofelia Avella

Hay tesis que nos han hecho daño como sociedad. Son ideas con las que se procuraron tal vez comprender nuestra historia para encontrar una solución a nuestros problemas particulares. Los positivistas vieron nuestro pasado como un camino atravesado por experiencias constantes que explicaban y justificaban las autocracias. En su caso, la dictadura de Gómez. Ya Guzmán Blanco, alimentado por las ideas de su tiempo, se veía a sí mismo como una figura requerida por “leyes superiores”. Lo cierto es que la persistencia del caudillismo en nuestra historia ha dado la impresión, teorizada por quienes elevan a nivel de tesis la realidad concreta y el comportamiento de los individuos, de que Venezuela está “condenada” a la “mano dura”. Y lo está, según estos pensadores, porque consideran al pueblo como una montonera inepta, incapaz de autogobernarse y “comprender” la “abstracción de la ley”.

El pueblo, la clase social más desfavorecida y carente de educación y privilegios, no era considerado libre y capaz de autogobernarse, de autodeterminarse a un fin en el que sus talentos pudiesen desarrollarse y brillar. La herencia psíquica, mezcla del indio, del negro y del español, le condenaba a ser flojo, individualista, desorientado y anárquico. Incapaz de responder con responsabilidad individual ante la vida. Incapaz de levantar la cabeza solo sin seguir las órdenes del caudillo de turno. Las leyes inexorables impedían su cambio interior y toda posible existencia de esa intimidad marcada por nuestras experiencias personales.

Los positivistas, aislados en sus deseos de encontrar soluciones prácticas, generalizadoras, para nuestra sociedad, pensaron al hombre como masa y no como persona. Arrimados al poder y encerrados en su burbuja, no deben haberse tomado nunca una taza de café con un campesino. Quién sabe si escucharon a alguno, si sondearon su intimidad para saber qué pensaban y sentían. Quién sabe si alguno dudó sobre si el pueblo era una suma de individuos y no masa bruta, carente de riqueza interior. A lo mejor solo querían mantenerse en el poder.

En plena dictadura de Gómez, una generación joven clamaba por la libertad y una necesaria justicia social. Buscaba transitar a la democracia interpretando nuestra realidad con las herramientas que le brindaba el marxismo. Tras la caída de Pérez Jiménez, nuestros líderes fueron grandes caudillos. Civiles, pero caudillos. Había que unir al país y encontrar la manera de que transitara a la libertad de modo institucional. El voto fue la solución, pero desde mi punto de vista, votar es solo un signo de libertad. La verdadera es más profunda e implica formar a la gente para que la ejerza; para que comprenda que cada uno es un sujeto individual con deberes y derechos.

Después de dictaduras tan largas, la gente no aprende “de una” a ser libre, pues sencillamente no ha tenido oportunidad de expresarse y moverse sin ataduras. Una República, para serlo, necesita de instituciones fuertes y de poderes independientes. Votar es solo una manifestación de libertad; igual que decir lo que se piensa. Faltó, creo yo, formar a la gente para la democracia; por eso la gran carencia ha sido la ciudadanía, el sentirnos todos implicados con la cosa pública. Delegamos en los partidos la orientación del país. Y para mí, reinó el individualismo.

La democracia nació en medio de grandes problemas sociales y las soluciones debían ser urgentes y “generales”. Aunque la sociedad era libre, porque ya no había dictadura, la atención a las necesidades de las grandes mayorías no se centró en la formación de los individuos sino de la gran masa. El pueblo no era para los demócratas lo que era para los positivistas, evidentemente, pero al crecer la brecha social se abrió el camino para soluciones populistas, masificadoras y generales. Se dio por sentada la democracia y no se captó que se creían resueltos problemas que tal vez no lo estaban, como dice Tomás Straka en una entrevista, pues a veces los problemas se trasladan, adquieren otro rostro y aparentan haber desaparecido, cuando en realidad subyacen a los procesos de cambio. No entendimos bien lo que era la libertad y lo cierto es que mientras se pudo no se logró educar mejor a los que más lo necesitaban; no se logró sensibilizar con mayor profundidad a los que tenían más recursos económicos y herramientas intelectuales. Chávez diagnosticó el vacío. Captó que el conflicto era “emocional”, como decía Ramón Díaz Sánchez, pero lo triste fue que fomentó el resentimiento.

Para Díaz Sánchez había que estimular a los individuos para despertar en ellos los talentos ocultos y adormecidos que tenían dentro. Algo así como el trato personal que ofreció Santos Luzardo a Marisela en Doña Bárbara. Él despertó en ella emociones desconocidas; emociones que la transformaron y civilizaron. Porque se trata, pienso yo, de atender a la persona concreta para hacerla sentir persona y no parte de una masa adormecida, pues nadie es pobre porque quiere. Hay que ayudar a salir de la miseria dando herramientas para la vida.El gran medio es la educación y hay gente en el país que lo sabe. Hay gente que capta que tras la mirada de miedo y de rabia de un niñito de la calle hay una historia personal de dolor que necesita de una mano amiga. De alguien que le socorra y le haga sentir valioso, persona, y no parte de una masa excluida. El miedo y la angustia no se curan con más rabia sino con amor. Y los que aquí estamos, mientras podamos resistir, tenemos el tremendo reto de acortar esta brecha de resentimiento que han fomentado los que nos mandan. Hay que educar y formar en oficios. Hay que ayudar a ser autosuficientes en la vida. Hay que sensibilizar al que más tiene y sabe. Hay muchos haciéndolo. Lo que sucede es que el mal hace más ruido.

No creo que haya leyes de la historia. Pienso que el hombre es libre y está abierto al futuro que es siempre indeterminado. Si los procesos parecen repetirse se debe más bien a que no hemos discernido la causa que los sostienen. El marxismo corrió paralelamente a otras corrientes durante nuestros años de democracia. Lo que vivimos no aparece de pronto, como un fenómeno extraño sin causa. Las leyes inexorables del positivismo, esas que dicen condenarnos a las autocracias, se solaparon con las del marxismo, pues las ideas no desaparecen de repente ni se superan en muchas conciencias por haber caído una dictadura. Las generaciones, por otra parte, coexisten, se encuentran, y las ideas conviven. La “dictadura del proletariado” de la que habla Diosdado, supongo que se debe, para él, a la existencia de leyes también irreversibles, que responden a una necesidad histórica. Para los que nos sabemos libres, sin embargo, lo que vivimos se debe a muchas variables. Entre ellas, a la voluntad de poder del gobierno y a la desesperanza a la que quieren someternos; además, claro está, de a esas debilidades que venimos acarreando desde hace tiempo. A esa carencia de ciudadanía que comprende al ser humano como libre y sujeto de deberes y derechos.

Mandela se sintió siempre libre de nacimiento. Creció en medio de su gente, sus tradiciones y la naturaleza. La experiencia del contraste cuando se enfrentó a la ciudad le permitió advertir el abatimiento psicológico de su gente. Captó que había que elevar la autoestima de quienes eran de esa tierra y estaban sometidos al apartheid. Algo parecido a lo entrevisto por Díaz Sánchez. El ser humano se acostumbra a todo y sin darse cuenta puede resignarse a condiciones que ve insuperables. Por eso se necesita de un estímulo externo, de una ayuda para discernir los talentos.

Escribo esto un día antes del 20. Nadie sabe qué pasará. Hay que abrir un espacio a la esperanza porque la realidad es que nada está preescrito y aunque este gobierno lo desee, no podemos percibirnos como un pueblo condenado al fracaso y a la autocracia.

ofeliavella@gmail.com