Con un nuevo nombre pero con sus mismas siglas, las FARC pretenden validarse como partido político en Colombia. Las letras que las han identificado no cambiarán, de acuerdo con una decisión propia de esta semana, pero el significado de cada una de ellas sí.
La normalización política a la que Colombia asistirá –a toda luz poco ortodoxa en términos de filosofía democrática– ha sido ampliamente debatida en el país vecino y sus detractores han presentado todas las objeciones razonables a las que había lugar. La fórmula de integración de los insurgentes formó parte del articulado del Acuerdo de Paz de La Habana, cuya suerte ampliamente conocemos. El mismo fue rechazado por la mayoría del país en un plebiscito, pero su implementación continúa con viento en la popa como si ello fuera la voluntad absoluta de todos los neogranadinos.
Con las mismas letras como insignia, pero sin haber podido lavarse la cara de las atrocidades con que castigaron a todo un país, los antiguos guerrilleros se han estado inventando eslóganes novedosos con los que intentan convencer al conglomerado colombiano de que han dejado atrás sus fechorías y que lo que intentarán hacer, en esta nueva etapa, es batallar dentro de las instituciones del país, pacíficamente, para instaurar una “democracia liberal”, artificio verbal que solo Dios sabe lo que quiere decir.
Las FARC, pues, siguen siendo las FARC. Con ello no borran 50 años labrados a fuego en el alma de los colombianos en los que su accionar estuvo imbuido de crueldad, asesinatos, torturas, secuestros, desafueros, destrucción del tejido agrícola e industrial. Pero hasta allí, el tema no sería más que un asunto doméstico en el que a los observadores no nos queda otra que desearles suerte, de corazón, a los hermanos colombianos, en este singular experimento.
La sensatez nos obliga, sin embargo, a los venezolanos a protegernos activamente de las consecuencias nefastas que esto traerá para nuestro país. Las ramificaciones de esta componenda nos tocarán muy directamente y ello ocurrirá con la irresponsable venia de nuestros gobernantes.
La cercanía ideológica de la revolución bolivariana con las FARC es más que conocida. Su connivencia con la lacra del narcotráfico, por igual. Tan nefasto como lo anterior es la comandita existente con los movimientos terroristas de otras latitudes planetarias, todo ello orquestado en conjunto con los líderes revolucionarios cubanos, quienes ya sabemos cuál pito tocan en la vida política venezolana.
Una de las razones por las que ha sido posible armar entre La Habana y Bogotá la desactivación de las actividades non sanctas de las FARC es que ellas no han sido abandonadas, sino simplemente exportadas al lado venezolano de la frontera con el beneplácito de los líderes de Caracas.
Hay que llamar la atención sobre el hecho de que en la formulación del nuevo nombre de la organización guerrillera FARC –de Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia a Fuerza Alternativa Revolucionaria del Común– su cúpula abandonó la palabra “armada”, lo cual es un sine qua non de su permanencia en Colombia. Pero el otro gran cambio es que también abandonaron la palabra “Colombia” sustituyéndola por “el Común”, lo cual es indicativo de que la geografía vecina les ha estado quedando pequeña. La razón no es semántica, es estratégica.
Y ello debe mantener al mundo, no solo a Venezuela, en situación de alerta.
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