El mismo día que se llevó a cabo la primera reunión de nivel ministerial entre México y Estados Unidos en materia de seguridad y “crimen organizado”, y que el Ejecutivo norteamericano echó a andar el reloj de las negociaciones del Tlcan, se publicaron las cifras iniciales de detenciones de indocumentados por el gobierno de Trump. Son demoledoras, y anuncian un incremento significativo de las deportaciones en los próximos meses.
Durante los primeros 3 meses de la presencia de Trump en la Casa Blanca, las detenciones crecieron 38% en relación al mismo período del año anterior. En total, fueron arrestadas 41.318 personas sin papeles, más de 400 diarios. Según The New York Times, muchas de las aprehensiones tuvieron lugar en las casas de los afectados, en la madrugada. Asimismo, más de la mitad de los arrestos involucraron a migrantes que no habían cometido ningún delito, salvo el de encontrarse en Estados Unidos sin papeles. De acuerdo con el diario neoyorquino, a este ritmo, el número total de detenciones para 2017 superará el año pico de Obama, 2011.
Ya hemos explicado por qué hasta ahora este dato no se refleja en el número de deportaciones, que ha caído en relación con 2016. Cada detenido –y un poco más de la mitad son mexicanos– tiene derecho a una audiencia, a menos de que ya haya una orden de un juez deportándolo, o que firme su aceptación de repatriación voluntaria. De tal suerte que una parte –no se sabe cuántos– de los detenidos aún permanece en Estados Unidos, pero la gran mayoría serán deportados en las semanas o meses que siguen.
La tragedia detrás de estos datos impersonales consiste en el miedo que no pueden dejar de infundir en los indocumentados aún no detenidos. Personas que acuden a los juzgados a cumplir con los mandatos judiciales; que van a su trabajo; a la escuela por sus hijos; o a misa el domingo y que siguen libres y hasta ahora inmunes, viven aterradas ante la perspectiva de una detención tal vez inminente. Unas suspenden cualquier movimiento, salvo aquel relacionado con el empleo. Otras firman papeles de custodia de sus hijos menores, en caso de ser arrestados y deportados los padres. Unos cuantos –muy pocos– contemplan un retorno para evitar el arresto.
Este es el dilema ya existente para las autoridades mexicanas. En esta materia, ya no se trata de amenazas incumplidas de Trump ni de peligros futuros. Esto es hoy. Hacerse de la vista gorda y negociar temas comerciales, de guerra a las drogas, o de sellamiento mayor de la frontera sur, como si nada sucediera, es insostenible. La negociación integral o en paquete se da en el contenido y en el tiempo, o no se da. Si México cede hoy en cuestión de drogas (“redoblar los esfuerzos”, según la embajadora Jacobson), y en impedir el paso a los centroamericanos, esperando que Washington nos devuelva la moneda más adelante en el Tlcan, nos pasaríamos de ingenuos. Y si México piensa que podemos aceptar, sin chistar, las detenciones crecientes de mexicanos en Estados Unidos, sin poner el tema en la balanza, nos pasaríamos de cínicos.
Me da la impresión de que la Cancillería, dentro del buen trabajo que está realizando con los consulados mexicanos, con la defensa jurídica de los migrantes en todo Estados Unidos, y en Texas en particular, no acaba de captar la sensibilidad nacional ante el maltrato a los paisanos. Quisieran casi que el tema se suspendiera en el tiempo, para resistir los embates norteamericanos en lo tocante al narco y los centroamericanos, y lograr una negociación aceptable en el ámbito comercial. No se va a poder.
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