COLUMNISTA

La fe

por Emiro Rotundo Paúl Emiro Rotundo Paúl

San Pablo

Siento el más profundo respeto por esa excepcional manifestación del espíritu humano que denominamos con el brevísimo término fe. Me refiero a la fe en su máxima expresión, la que es capaz de mover montañas de obstáculos para lograr fines superiores, no a la de fe usual de quienes comparten la misma religión o la misma ideología política que, siendo igualmente respetable, no exige mayores sacrificios. La fe a la que nos referimos en este artículo es la de quienes lo sacrifican todo para lograr fines universales. Una fe que requiere la concurrencia de muchas virtudes: entusiasmo, valor, constancia, esperanza, confianza, honestidad, fidelidad, entrega total, integridad, amor y otras más.

Ese tipo de fe, tan infrecuente y extraña, es la que animó a quienes, en medio de la indiferencia general, las adversidades de todo tipo, las persecuciones y los castigos, más severos, lo dejaron todo, lo entregaron todo, incluidas sus propias vidas, para alcanzar ideales elevados y desinteresados. Me refiero a seres como Jesús, Pablo, Sócrates, don Bosco, la madre Teresa, el padre Pío, mahatma Gandi, Mandela y muchos más. ¿Qué los indujo a ello? ¿Qué fuerza sobrenatural motorizó sus voluntades y sus acciones mas allá de los límites normales del esfuerzo humano?

Veamos dos ejemplos, uno basado en la religión y otro en el amor a la sabiduría, uno que a la postre triunfó (al menos en lo que a la difusión de sus ideas se refiere) y otro que fue un hermoso e íntegro modo de morir. Se trata de Pablo de Tarso (san Pablo) y del filósofo griego Sócrates. El primero es tan importante que sin él posiblemente el Cristianismo no hubiera salido del estrecho marco de su secta judaica original. El otro es un dechado de integridad personal y de amor por la verdad que hoy, muchos siglos después, sirve de faro de luz a la humanidad.

Pablo, judío de la diáspora, ciudadano romano por nacimiento, no fue discípulo de Jesús, a quien ni siquiera conoció personalmente. No nació en Palestina sino en Tarso, ciudad de origen jónico del Asia menor, en la antigua Cilicia, sometida por entonces al Imperio Romano. Perseguidor de los primeros judíos cristianos por encargo de la fracción farisaica dominante, se convirtió luego al Cristianismo y se dedicó con inusitado afán a difundir el nuevo evangelio por las principales ciudades de Siria, Grecia y otras regiones nórdicas del mar Mediterráneo.

Su prédica fue dirigida a los gentiles, es decir, a los no judíos, por lo que tuvo que prescindir de la ley mosaica, de los ritos y de las tradiciones judaicas. Ello originó una discrepancia con el radicalismo religioso predominante. En menor grado tuvo que enfrentar también a las llamadas por él “columnas” del movimiento judeocristiano de Jerusalén, nada menos que con Simón Pedro, discípulo predilecto de Jesús, con Santiago el Menor, hermano de este último y con Juan el Apóstol. Sufrió persecución y cárcel. Cinco veces recibió la ración de azotes que en oportunidad anterior padeciera su Maestro (39 latigazos) y murió decapitado en Roma luego de haber sido acusado por los sacerdotes del Gran Templo de Jerusalén de haber violado el orden establecido. Con Pablo de Tarso se inició la expansión del cristianismo fuera de Israel que, con el tiempo, se extendió por toda la órbita del Imperio Romano, universalizándose.

En cuanto a Sócrates, ya hemos escrito sobre él en un artículo anterior titulado “La integridad” (El Nacional, 8 de septiembre de 2022) Sócrates sacrificó su vida por la verdad y por lo que él creía que era lo correcto. Trató siempre de demostrar que ni él ni nadie de su tiempo sabían mucho de las cosas de este mundo. Él lo reconocía plenamente (“solo sé que no sé nada”) pero los encumbrados de Atenas, su ciudad natal, que discutían públicamente con él sobre diversos temas, no estaban dispuestos a reconocer su ignorancia ni que la misma se evidenciara ante los jóvenes discípulos del filósofo, que eran muchos, y lo seguían por todas partes. Acusándolo de corromper a la juventud y de poner en duda las convicciones de la época, lo condenaron a muerte, dándole no obstante la posibilidad de que se fugara. A tal fin enviaron a su amigo Critón para que lo convenciera de huir. Este episodio dio origen a uno de sus mejores diálogos (transmitidos por Platón) en el que rechaza con argumentos muy convincentes la posibilidad de fuga, toma la cicuta, veneno que debía administrarse por sus propias manos, y muere honorablemente.

Independientemente de las circunstancias personales de estos dos hombres, de sus ideas y de sus formas de lucha, lo que nos interesa destacar en este artículo es la naturaleza de la fe que los animó, las características de esa inusitada fuerza espiritual que los llevó por diferentes caminos a una muerte prematura y trágica, llevando en sus luminosas miradas la visión de un mundo mejor, que nunca vieron, pero que consideraron posible y digno de morir por ellos.