COLUMNISTA

Justicia y perdón

por Juan Carlos Pérez-Toribio Juan Carlos Pérez-Toribio

Cuando estuve en el posgrado de Ciencia Política de la USB me tocó impartir la asignatura de Teoría Política junto con varios compañeros que, como yo, venían del campo de la filosofía; todavía el chavismo coqueteaba con las formas democráticas y no había asomado sus verdaderas garras dictatoriales ni su acérrimo odio a los derechos humanos. Eran tiempos propicios para evaluar las tesis de Bobbio, Sartori, Dahl, pero también de Negri, Virno o Laclau. Sin embargo, después del desengaño de los que todavía tenían esperanzas en un cambio verdadero –que nunca fue mi caso– todo se dio por hecho y las discusiones en aquel recinto perdieron poco a poco ese sabor dialéctico que da la incertidumbre.

Pues bien, saco esto a colación porque en estos días la huida a Colombia de la jueza militar Luz Marianela Santafé Acevedo, su supuesto arrepentimiento y el perdón que le ha dispensado muy piadosamente el diputado Gilber Caro –quien junto con varios estudiantes y el capitán Caguaripano constituyó uno de sus principales condenados– ha impregnado las redes sociales de una acalorada discusión sobre la obediencia debida –a la que apela la jueza– y conceptos como el perdón y la justicia, de una forma que me traen a la memoria la pugnacidad dialéctica de aquellos días.

Como asevera Adela Cortina, el cristianismo en Occidente ha representado una revolución espiritual e ideológica, y junto con la defensa de los derechos naturales del hombre –que hizo alguien como santo Tomás de Aquino, por ejemplo– ha contribuido decididamente al concepto de ciudadanía global que se ha ido imponiendo poco a poco. A pesar del oscurantismo que representó la Edad Media, la irrupción en Occidente de esta doctrina llegó a favorecer con el tiempo ciertos principios del Estado liberal y la apuesta que hizo este por una ciudadanía universal, donde la persona por el solo hecho de serlo posee ya unos beneficios que reconocen como derechos humanos irrenunciables todos los Estados integrantes de la comunidad de naciones.

En suma, el proceso por el cual se consolidaron los Estados nacionales, se formaron sus ejércitos –en los que ya no cabían ni forasteros ni mercenarios– y se estableció, mediante las llamadas leyes de la guerra, cómo debería de ser su propio accionar, parece haber corrido parejo con el desarrollo del derecho internacional, el cual debe mucho a aquellos antiguos principios que estableció un día un tal Jesús de Nazaret.

Así, pues, aunque nuestro Estado de Derecho no deja de ser un contrato social consensuado, podríamos decir que ha sido impulsado por antiguos valores judeo-cristianos que se fueron renovando con el paso del tiempo. Sin embargo, es solo en la ley escrita, en el imperio de la ley (Dura lex, sed lex), donde ese gran leviatán que es el Estado encontrará la forma definitiva de realizar la libertad humana –como argumentaba Hegel–, y de reprimir al lobo que todos llevamos dentro; de acabar, en fin, con aquel estado de naturaleza en el cual existía una guerra de todos contra todos (Bellum ómnium contra omnes).

Latinajos aparte, es por todo ello que la justicia es el concepto fundamental en que se ha basado la filosofía política desde los mismos tiempos platónicos; es decir, desde el mismo momento en que se ha reflexionado sobre la forma de gestionar los diferentes conflictos entre los seres humanos. Rawls en su texto Liberalismo político se extraña de que las diferentes concepciones razonables de gestión pueden convivir o aplicar un concepto único de equidad; al hacerlo, no puede dejar de observar cómo el imperativo categórico kantiano impregna nuestras instituciones liberales y occidentales; esto es, aquel que podemos resumir de la siguiente forma: actúa de acuerdo con que tu acción pueda ser considerada como parte de una ley universal. Dicho de otro modo: solo cuando actuamos pensando que lo que hacemos se puede convertir en una ley para todos, estamos actuando con justicia.

Está claro que las acciones de la señora jueza, aunque pueden ser perdonables por sus víctimas, tienen que ser juzgadas algún día para bien de todos. La huida del nazi Rudolf Hess a Gran Bretaña durante la Segunda Guerra Mundial, su supuesto arrepentimiento y su posterior condena a cadena perpetua, podrían constituir un claro ejemplo de lo que llevamos dicho. Ahora bien, como “el que hace la ley hace la trampa”, habría que decir también en este mismo sentido que, gracias a la ley Globke, después de la caída del Tercer Reich proliferaron los despachos de abogados especialistas en defender a los funcionarios alemanes con pasado nazi. Hans Globke, quien había sido un influyente nazi y luego sería miembro destacado del gobierno alemán, había redactado una ley en favor de las pensiones y privilegios de antiguos funcionarios, a la que se acogieron muchos burócratas de grado medio.

No nos extrañemos entonces de lo que podría estar por venir, ya que con frecuencia suele suceder, como dijo John Le Carré, que en aras de no sabemos bien qué cosa “un ejercicio de amnesia controlada relega el pasado al desván de la historia”. Veremos.

Nota: Este artículo ya estaba escrito cuando ocurrió el fallecimiento de Fernando Albán. Sin embargo, las extrañas circunstancias que rodearon su muerte potencian aún más la discusión sobre la justicia y el perdón.