En la anterior contribución se ensayó una aproximación a nociones básicas de la psicología analítica de Carl G. Jung, fundamentales para la comprensión de múltiples problemas que corresponde a los individuos enfrentar en nuestra época, y a las formas como esas nociones son de valía y utilidad para la defensa de la libertad individual frente a las diversas formas de colectivismos y autoritarismos que la amenazan.
En esta oportunidad se intentará explorar algo más a fondo algunas de las aportaciones que la psicología junguiana ha dado a la comprensión de sí del individuo y, en tal sentido, a las posibilidades reales de que pueda ejercer su libertad y estar en capacidad de defenderla ante las acciones del poder que de forma abierta o encubierta pretendan socavarla.
Para ello, será de utilidad tener en cuenta la explicación dada por Jung acerca de los componentes de la personalidad de todo individuo, de la cual el yo y los contenidos conscientes son tan solo una parte, y no necesariamente la parte determinante: “…La base somática del yo consiste, como se ha demostrado, en factores conscientes e inconscientes. Lo mismo vale para la base psíquica: el yo se sustenta por una parte en el campo de la consciencia en conjunto, y por otra en el conjunto de los contenidos inconscientes. Estos a su vez se dividen en tres grupos: primero, el de los contenidos temporariamente subliminales, o sea, voluntariamente reproducibles (memoria); segundo, el de los inconscientes no voluntariamente reproducibles; y tercero, el de los totalmente inaccesibles a la consciencia” (Aión, p. 18).
De esos componentes, apenas una parte de los individuos en las sociedades abiertas se relaciona y tiene conocimiento de los aspectos conscientes, siendo indispensable para el desarrollo de la personalidad el tener un conocimiento ampliado de la condición psíquica del ser humano, de la que depende en última instancia, aun en ausencia de coacción externa arbitraria, el ejercicio de la libertad individual: “Por eso he propuesto dar a esta personalidad conjunta, presente pero no íntegramente aprehendible, la denominación de sí-mismo. El yo está, por definición, subordinado al sí-mismo, respecto del cual se comporta como una parte respecto al todo. Tiene, dentro de los alcances del campo de la consciencia, libre albedrío, como suele decirse. Por este concepto no entiendo nada filosófico, sino el notorio hecho psicológico de la llamada decisión libre, en relación con el sentimiento subjetivo de libertad. Pero, tal como nuestro libre albedrío choca en el entorno con el orden de lo necesario, así también encuentra los límites, más allá del campo de conciencia, en el mundo interno, subjetivo, es decir, allí en donde entra en conflicto con los hechos del sí-mismo (Aión, pp. 19-20).
Respecto del sí-mismo gravitan contenidos que es indispensable conocer a tiempo y a fondo a lo largo de la vida propia, y que son los que denomina Jung arquetipos, entre los cuales la sombra es el más próximo a la consciencia, y por ello, no obstante el reto moral que supone, es el más posible de conducir: “Entre los arquetipos, son caracterizables empíricamente con más claridad aquellos que con mayor frecuencia influyen sobre el yo, eventualmente de manera perturbadora. Son la sombra, el anima y el animus. La figura más fácilmente accesible a la experiencia es la sombra, cuya índole puede inferirse en gran medida de los contenidos del inconsciente personal (…) La sombra representa un problema ético, que desafía a la entera personalidad del yo, pues nadie puede realizar la sombra sin considerable dispendio de decisión moral. En efecto, tal realización se trata de reconocer como efectivamente presentes los aspectos oscuros de la personalidad” (Aión, pp. 22 y 23).
Nos advierte el sabio suizo que no basta con “teóricamente” conocer estos arquetipos y la forma como afectan el yo y nuestras decisiones, sino que es indispensable atreverse a experimentar y enfrentar en cada caso los procesos que naturalmente ellos generan sobre la psique humana, y llevan a los individuos a preferir y elegir en planos como el religioso, moral, político y económico, entre otros, dado que una considerable parte de todos esos procesos no son conscientes, sino proyecciones que provienen tanto del inconsciente individual como del inconsciente colectivo, y de las cuales solo comprometiéndose a identificarlas es posible evitar ser sometidos por ellas.
Dice Jung: “…Supongamos que en determinado individuo no existe ninguna disposición a reconocer proyecciones. Entonces el factor que las produce tiene libre juego, y, si se ha puesto un objetivo, puede cumplirlo, o producir el estado característico que sigue a su cumplimiento. Notoriamente, el proyectante no es el sujeto consciente, sino el inconsciente. Por lo tanto, uno no hace la proyección: la encuentra hecha. El resultado de la proyección es un aislamiento del sujeto respecto del entorno, en cuanto que se establece con este una relación no real sino ilusoria (…) llevan, pues, en última instancia, a un estado autoerótico o autístico, donde se sueña un mundo cuya realidad permanece empero inalcanzable (Aión, p. 34).
En el plano privado, ese estado autoerótico es nefasto para familiares, amigos y personas cercanas, pero en el plano público o de ejercicio del poder, dicho estado de sujeción a las propias proyecciones del inconsciente implica la brutalidad y la injusticia en aplicación de ese poder. Ahora bien, si la sombra es un arquetipo de cuidado, la socigia –combinación del anima y el animus–, lo es todavía más, ya que las proyecciones que de allí provienen son tanto más difíciles de captar como de contener y canalizar adecuadamente, lo que de forma directa compromete la capacidad de los individuos para ejercer la libertad.
Así caracteriza el fundador de la psicología analítica estos dos arquetipos fundamentales de la personalidad humana, que balancean emoción y razón, intuición y planificación, en la vida de las personas: “…Así como el anima corresponde al eros materno así el animus corresponde al logos paterno. Está muy lejos de mi intención dar de estos dos conceptos intuitivos una definición demasiado precisa. Utilizo eros y logos solo como ayudas conceptuales para describir el hecho de que la consciencia de la mujer se caracteriza más por lo unitivo del eros que por lo diferenciador y cognoscitivo del logos” (Aión, p. 28).
Y es aquí en donde Jung hace un aporte fundamental para la comprensión de la relación psique-libertad, cuando explica que además de emocional, la influencia de animus-anima proviene de una fuente instintiva y colectiva, no individual, no obstante lo cual es un dato por entero desconocido para la generalidad de las personas: “Por el lado tanto positivo como negativo, la relación animus-anima es siempre ‘animosa’ vale decir, emocional, y por tanto colectiva. Lo emocional baja el nivel de la relación y la aproxima a la base general instintiva que ya no tiene en sí nada de individual. Por eso no es raro que la relación se establezca por encima de sus portadores humanos, quienes después no saben cómo ha ocurrido” (Aión, p. 29).
Un grave error de las familias, la escolaridad y las autoridades es ignorar o menospreciar el impacto de estos arquetipos y sus proyecciones sobre la conducta humana, en lugar de educar a las personas, por ejemplo a través de las humanidades, acerca de su existencia e influencia inevitable: “Como he señalado antes, es más fácil ver la sombra que el animus o el anima. En el primer caso, tenemos la ventaja de cierta preparación que la educación nos ha dado, al tratar de persuadirnos de que no estamos constituidos ciento por ciento de oro puro. (…) En cambio, con el animus y el anima la cosa no es en modo alguno tan sencilla; en primer lugar, no existe educaión moral a ese respecto, y, segundo, uno más bien se ha satisfecho con tener la razón y practicar –cuando no algo peor– el vilipendio mutuo, antes que reconocer la proyección” (Aión, p. 30).
Si ignoramos cómo las proyecciones de arquetipos de alto impacto sobre la vida humana afectan nuestra conciencia, nuestras elecciones y nuestros deseos, cómo pretendemos ser nosotros mismos –y que otros también sean– aptos para apoyar la democracia en lugar de los autoritarismos, rechazar el estatismo y edificar el Estado de Derecho, promover la tolerancia y la libertad de expresión en lugar del pensamiento único y la represión.
Más allá, ¿cómo podemos aspirar a una global convivencia pacífica y libre entre diferentes si nos damos el lujo de ignorar esos contenidos y los impulsos que generan, de tratarlos como superchería, a pesar de que han sido y siguen siendo parte de la existencia humana desde sus orígenes?: “En resumidas cuentas, no solo es más ventajoso, sino también psicológicamente más correcto, explicarnos como ‘voluntad de Dios’ las fuerzas naturales que aparecen en nosotros en forma de impulsos. Pues de ese modo nos encontramos acordes con el habitus de la vida psíquica ancestral, o sea, funcionamos entonces como ha funcionado el hombre en todos los tiempos y lugares” (Aión, pp. 39 y 40).
Sin duda, la explicación junguiana de la psique puede brindar al ser humano en general, como a quienes han asumido el compromiso de la defensa de la libertad individual, un cúmulo de valiosas herramientas para comprender mejor hasta qué punto la individualidad se vincula con lo colectivo, cómo lograr una mejor conciliación entre libertad y tradiciones culturales –de las que es muy difícil, al tiempo que inconveniente, prescindir– y sobre todo cómo impedir que lo colectivo nos tome de sorpresa y liquide, sin contemplaciones, toda manifestación de lo individual en las personas de cualquier sociedad.
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