COLUMNISTA

Johanan, poeta y clochard ¿judío zapoteca?

por Edmundo Font Edmundo Font

Él vestía una camisa blanca con emblema, y de marca, pues. Pantalón blanco y zapatos de reconocida estirpe cara: Gucci, de gamuza. El rostro, con una nariz de ligero trazo aguileño y arrugas marcadas entre los pómulos y las comisuras. Su cabello, más blanco que entrecano, revelaba la cincuentena bien entrada. Se lanzó a decir cosas en una lengua semítica que me recordó al hebreo. Lo primero inteligible que me dirigió de sopetón fue: Ezra Pound. Allí bajé la guardia. El impecable y pintoresco clochard con rasgos indígenas se las debía traer consigo. Era, sin duda, un hombre abandonado por cierto raciocinio, con un trazo de sufrir un desvarío, pero sin que representara amenaza alguna, antes al contrario, de suave trato.

Saliendo del estupor lo puse a prueba. ¿Cómo se llama una de las principales obras de ese gran escritor norteamericano –ese sí recluido en un sanatorio para enfermos mentales, por razones más de represión política que psíquicas– que usted mencionó ahora, Ezra  Pound?

Y Johanan (así dijo llamarse, en homenaje al quinto sumo sacerdote del judaísmo) respondió Personae. En efecto, ese fue el título de una de las obras de quien le metió mano a la literatura de Joyce y de T.S. Elliot. La excéntrica figura, además, agregó: Se trata de quien introdujo en Occidente, por primera vez en los poemas, algunos ideogramas chinos. Con ello me estaba demostrando que conocía a un autor universal al que ignoran hoy en día andanadas de lectores analfabetas funcionales en poesía.

La cosa intrigante no paró allí. Johanan me había abordado a la entrada de mi edificio para pedirme unas monedas y me acerqué a la banca metálica de la acera para no entorpecer el ingreso de los vecinos, porque quería hablar unos minutos más con ese personaje un tanto perdido, un personae de bagaje intelectual que se reveló un poeta de talante fino. Me dijo: Es casi seguro que lo que yo escribo sea mejor que mucha literatura que usted anda leyendo.

Acto seguido sacó unas hojas manuscritas. Precisó que era un poema para su mujer, redactado esa mañana en una biblioteca y empezó a recitarlo. Más que en verso, la música era la de un poema en prosa. Quedé sorprendido por la pertinencia de las imágenes y por el bello, amoroso tono del texto. Poseía una bien medida dosis de erotismo. Se trataba de unos párrafos con notable equilibrio y una caligrafía redondeada que me causó envidia. Mi letra siempre ha sido lo que se llama “de médico”.

A esas alturas del abordaje por una persona tan enigmática, y entusiasmado por el encuentro con este poeta de talante bohemio, me sentí frustrado por no dedicarle más tiempo. Me sentía  intrigado por esa irrupción tan cara a los surrealistas. Le pedí un número de teléfono, su correo electrónico. Pero era de suponer que este hombre de letras, orillado a una vertiente de la indigencia, no poseía ni lo uno ni lo otro.

Y otra de las cosas más interesantes del personaje era su proclividad al judaísmo. Me confesó que había vivido en Jerusalén y estudiado allá con un rabino. Para seguir por ese camino le cité los primeros versos del poema «El Golem” de Jorge Luis Borges, que dice: “Si (como el griego afirma en el Cratilo)/ el nombre es arquetipo de la cosa/ en la palabra Rosa está la Rosa/ y todo el Nilo en la palabra Nilo…”

Y Johanan se apresuró a concluir las últimas palabras del poema, demostrando con ello que también conocía el célebre texto en el que Borges recuerda al homúnculo creado con una fórmula cabalística, agregando: Sí, recuerdo que a esa figura inanimada, de barro, el rabino Loew de Praga le escribió en la frente la palabra “Emet”, que significa verdad, para dar vida a su criatura, y luego le borró una letra para que dijera “Met” que significa “muerte” y lo paralizó.

Yo me tenía que ir. Le dejé mi número telefónico, intuyendo que sería algo inútil. Johanan recordó que estábamos celebrando el Sabbath y que solo podría volver a su casa, muy lejos de la mía, a pie. Le regalé un billete. Me dijo que sería para comprar el pan ácimo para su familia. Mientras lo veía partir solo pude recordar dos de las imágenes del poema de amor que este hombre de inusitada y poderosa presencia le había escrito a su mujer: “…estás vestida de agua, estás cubierta de luz, te toco más con la mirada…”