If Beale Street could talk (2018) es la última película de Barry Jenkins, quien ganó el Oscar por el guion adaptado de Moonlight (2016), que también obtuvo dos premios de la Academia, entre ellos el de Mejor Película, entregados a principios de 2017.
Su nuevo filme logró 3 nominaciones y ganó en una sola categoría: Mejor Actriz de Reparto: Regina King. En esta ocasión adaptó la novela homónima (1974) del gran escritor estadounidense James Baldwin (1924-1987), y lo hizo con tanta maestría que me animó a retomar la lectura de este famoso literato.
La historia, las actuaciones, la fotografía y la música nos transmiten inicialmente un hermoso romance sobre el cual poco a poco se cierne la amenaza de una ancestral opresión. Es el racismo de toda una sociedad que genera un gran terror en sus víctimas, porque a pesar de la “burbuja” que intentan crear para salvarse, esta terminará explotando. ¿Cómo comprender esa realidad que es la de toda segregación social? Baldwin hace un excelente análisis en un conjunto de ensayos –que en parte son autobiográficos– en su libro: Nadie sabe mi nombre (1961), y que ahora comentaremos junto con la crítica de la “cinta” en cuestión.
If Beale Street could talk (2018) es una historia de amor contada desde la perspectiva de una joven de 19 años, Tish (Kiki Layne), novia de un chico de 22 años: Fonny (Stephan James). Se conocen desde niños, es un amor puro y hermoso. Recorren las calles de Harlem (Nueva York) en atardeceres rodeados de la música de violines de Nicholas Britell (nominada también en este caso al igual que en Moonlight como Mejor Banda Sonora original), con ese característico uso de los primeros planos a los que que nos acostumbró Jenkins. Solo hay un problema: no tienen dónde vivir.
Los venezolanos podríamos considerarlos de clase media baja, allá en los Estados Unidos de los setenta se puede decir que son pobres. No consiguen dónde vivir y por ello no se han casado, pero esto no es nada comparado al gran problema: el racismo.
A partir de la segunda hora se erige como una amenaza todopoderosa, invencible. Cualquiera diría ¿en el norte y en los setenta? ¡No puede ser! Pues sí, es toda una nación que no logra superar una tara histórica que no se circunscribe al sur. El novio es acusado de un crimen que no cometió. La madre de Tish, Sharon (Regina King), se batirá por la inocencia de su yerno en contra de todo un sistema de injusticias.
A James Baldwin lo comencé a leer estimulado por esa maravilla de documental que fue nominado al Oscar en 2016: I am not your negro (Raoul Peck). En la producción se muestra en varias entrevistas y conferencias, explicando con gran claridad por qué su atención al problema racial y cómo este ha funcionado en Estados Unidos.
En el primer ensayo contenido en Nadie sabe mi nombre (1961), “El descubrimiento de lo que significa ser americano”, explica que al vivir en Europa por varios años pudo ser valorado como escritor sin ninguna referencia para mal o para bien del color de su piel. Y que Europa era la madre cultural tanto de los blancos como de los negros en Estados Unidos. Es inevitable para un iberoamericano pensar en esta aceptación sin prejuicios de nuestro carácter occidental, seamos o no mestizos. El autor describe que al salir de su país se le hicieron más evidentes las características “carcelarias” de la cultura estadounidense con el negro, del gran mito que establecía que eso solo ocurría en el sur de la nación. Al final, confiaba en el papel del escritor para lograr los cambios, porque “aunque no logremos creerlo del todo, la vida interior es una vida real, y los intangibles sueños de los hombres tienen un efecto tangible sobre el mundo.”
“Quinta Avenida arriba: Carta desde Harlem” permite comprender la cultura de segregación que se desarrollaba en el norte a través de los guetos, ambiente en el que se desarrolla la película de Jenkins. Baldwin los llama “inmensos huecos de humanidad como cráteres” y a sus altos bloques de viviendas que lo caracterizan: “monumentos a la insensatez y la cobardía de las buenas intenciones”. En ellos todo juega en contra del afroamericano en el sentido que todo es más difícil, es más caro y las condiciones peores que en el resto de la ciudad. Pero en ellos se esforzaban los padres porque sus hijos tuvieran una buena educación y no sufrir su mismo destino.
Esta misma actitud la describirá el autor en dos ensayos relativo a los primeros estudiantes negros que se atrevieron a ingresar en escuelas de blancos del sur (“Una mosca en la nata” y “Nadie sabe mi nombre: Carta desde el Sur”) cuando se exigió a las mismas no negarse a “la integración” (a inicios de los sesenta). Muy pocos se atrevieron por todo el acoso que padecían, pero sabían que el sacrificio valía la pena por la calidad de la educación, debido a que las escuelas “separadas” que eran solo para “gente de color” tenían la peor formación porque el Estado y las personas con mayores recursos no buscaban su mejora.
La esencia de toda segregación consiste en otorgarle un lugar, unas funciones, un rol y en general todo un conjunto de características a un sector de la población. Y obligarlos por todos los medios (represión, educación, ausencia de oportunidades, cultura, etc.) a que no se salgan de allí. Por ello, en el caso del racismo que describe Baldwin, están los guetos, pero también están una serie de oficios que solo eran para los negros, y se le ponían todos los obstáculos para que no lograran ascender a cargos de prestigio. Incluso se va más allá en este sistema estableciendo el principio de que no poseen nada en realidad porque todo “podía serle arrebatado a cada instante por el poderío de los blancos”. De allí la importancia que se le daba a la educación para dar el brinco, de salirse de esos lugares e incluso lograr abolir la injusta estructura. Pero esto siempre era un riesgo, riesgo que podría incluso significar la muerte.
Tanto en la película como en la lectura de Baldwin se puede percibir el peso de la opresión. Y cambiando lo cambiable los venezolanos no enchufados de los tiempos del chavismo podemos encontrar algunos rasgos parecidos. Se nos quiere sumisos, se nos quiere encerrados en nuestras casas, se nos quiere incluso cambiar nuestro lenguaje y forma de pensar. Nos creen idiotas y limitados, sujetos de tutelaje de un “gran hermano” o “padrecito del pueblo”. Es un riesgo asumir nuestra dignidad humana cuando se vive en un sistema autoritario que considera a los opositores como ciudadanos de segunda. Es un riesgo que estamos obligados a correr.