Iván Duque llega al Palacio de Nariño de la mano de Álvaro Uribe. Tiene talento, información y condiciones para ser un gran presidente, pero Uribe lo descubrió y el uribismo lo llevó a la casa de gobierno. Es verdad que fue un excelente senador (en dos oportunidades fue elegido como el “mejor senador”), y también es cierto –parafraseando a Fraga Iribarne– que le cabe Colombia en la cabeza, pero sin el respaldo del caudillo del Centro Democrático no hubiera llegado al Palacio de Nariño a los 41 años. Eso lo tiene perfectamente asimilado.
No hay emoción más difícil que la gratitud. Juan Manuel Santos no supo manejarla y abandona el poder con el menor apoyo popular de la historia presidencial contemporánea. Y no porque Uribe le exigiera una especial pleitesía o “tuviera el aguijón del ex presidente sobre su nuca”, sino porque hizo exactamente lo contrario de lo que llevó a cabo su antecesor. Lo eligieron para ponerles el punto final a las narcoguerrillas comunistas y se dedicó a apaciguarlas.
Santos había alcanzado la presidencia combatiendo exitosamente a las narcoguerrillas con golpes espectaculares y destruyendo sembradíos de cocaína, como ordenó Uribe, pero en lugar de continuar la obra de gobierno de su predecesor, que era lo que todos esperaban, optó por pactar ilegalmente con una colección tremebunda de asesinos y violadores que llevaban casi medio siglo de crímenes continuados. No se lo perdonaron.
Este insólito cambio de rumbo provocó que el candidato de Santos, Humberto de la Calle, pese a sus antecedentes de magnífico funcionario, apenas obtuviera 4% de los votos frente al 54% que recibió Duque. Los colombianos, que lo aplaudieron cuando rompió con Ernesto Samper (era su vicepresidente) por haber recibido dinero de los narcos para su campaña, no le perdonaron que hubiera sido el negociador con las FARC en La Habana. Santos lo llevó insensiblemente al matadero.
¿Será Duque un buen presidente? Creo que sí, aunque eso dependerá de mil factores, algunos de ellos incontrolables. Tiene lecturas, reflexiones propias y buenas ideas. Aunque su formación principal es de jurista, posee un master en Finanzas y entiende muy bien las cuestiones económicas tras su prolongado paso por el Banco Interamericano de Desarrollo.
Duque, a juzgar por lo que escribe, es enemigo del gasto público excesivo, de la presión fiscal exagerada y del enredo de regulaciones y burocracias parásitas que acogotan al sector empresarial colombiano. Es un antipopulista convencido que intentará extraer a Colombia de los catastróficos dos períodos de Juan Manuel Santos, pero sin dedicarse a perseguir a los responsables de aquellos desaguisados, porque sabe que lo han elegido para salvar el futuro de los colombianos más que para hurgar en el pasado.
Por otra parte, se ha comprometido a defender frontalmente la democracia en el continente. Debe hacerlo. Ya hay 1 millón de venezolanos en su tierra. Huyen de los atropellos y el desbarajuste chavista. Es justo acogerlos, entre otras razones, porque en su momento hubo hasta 4 millones de colombianos en suelo venezolano. La reciprocidad es cosa de bien nacidos. No obstante, la única manera de impedir la riada de inmigrantes es propiciar el regreso de la libertad y la democracia a ese desdichado país.
Por último, en su discurso de toma de posesión, Duque hizo una declaración frontal contra la corrupción. Hacía falta. Colombia no es el país más corrupto de América Latina –ese deshonor le corresponde a la Venezuela de Maduro de acuerdo con Transparencia Internacional–, pero obtiene una puntuación de 37/100 cuando se sabe que menos de 50 refleja un grave problema de deshonestidad en la administración pública.
Montesquieu, citando a los clásicos, advertía que el valor predominante en la República debía ser la virtud. No hay república exitosa si no existe un número grande de ciudadanos virtuosos. ¿Conseguirá Duque transmitir esa actitud a sus compatriotas de manera que Colombia pase a ser un país próspero, estable y ejemplar? No lo sé, pero tiene madera para comenzar la andadura.