La Cancillería es posiblemente la institución más prestigiosa y respetada de entre las instituciones del Estado brasileño. Tan reconocida y respetada como sus Fuerzas Armadas. Funciona en obediencia a las más estrictas y rigurosas normas de profesionalidad diplomática. Y está, por lo mismo, dotada de una autonomía de la que suelen carecer otras cancillerías de la región. No se es embajador de Brasil por afinidades personales, políticas o amistosas con el gobernante de turno ni ellos pueden violar su autonomía. La única política que obedece es la política de Estado. Y el valor que se le asigna a su protocolo es cónsono con la importancia que la sociedad brasileña le asigna a su papel en el concierto mundial.
No es por azar que dos de los más afamados y prestigiosos embajadores profesionales que han hecho sus carreras en el cumplimiento de funciones estrictamente diplomáticas, Fernando Gerbasi y Milos Alcalay, hayan sido destinados a representar a nuestro país en Itamarati, como es llamado el palacio de la Cancillería brasileña. Y no es tampoco por azar que el primer y más notable traspié diplomático que haya sufrido la encargaduría interina del diputado Juan Guaidó haya ocurrido con Itamarati. Respetando a María Teresa Belandria por su seriedad, su formación profesional y su amor por Venezuela, fuimos críticos en el momento de su designación precisamente por el inmenso valor de Brasil en el concierto hemisférico y la necesidad de resolver la designación de un encargado con el mayor respeto por las tradiciones diplomáticas brasileñas. Por ello, aplaudimos la designación inicial del doctor Milos Alcalay y al ver qué razones oscuras, absolutamente ajenas a nuestros intereses de Estado, vetaban su nombramiento –las mismas que se han opuesto al nombramiento de Diego Arria al frente de la ONU– adelantamos el nombre de Fernando Gerbasi. No se trata solo de embajadores de primer nivel con larga experiencia en la diplomacia mundial: ambos habían sido embajadores en Brasil, conocían Itamarati y por ello sabrían los pasos que dar, cómo y cuándo darlos. Sin tropezar en celadas. Ni olvidar algo que los venezolanos parecemos no tomar en consideración: el ser víctimas de una atroz tiranía no nos concede especiales privilegios. Muy por el contrario: nos obliga a actuar con el mayor sentido de Estado posible.
Fuimos desoídos. Como se nos ha desoído en nuestra exigencia de nombrar un gobierno de unidad nacional, integrado por todos los sectores, altamente profesional y capaz de demostrar la voluntad y la experticia que mueve a nuestras altas personalidades políticas –que las tenemos y del más alto nivel– en asumir las riendas del país sin improvisaciones, arbitrariedades ni inclinaciones ajenas a la necesidad de dotarnos de un cuerpo de dirección colegiado altamente calificado. Debemos dar el ejemplo de lo que seremos y haremos cuando retomemos el mando de la República. Como también señalamos la urgente necesidad de dotar a ese gobierno, precisamente por carecer de autoridad real dada la estrambótica e insólita situación de gobiernos paralelos que vivimos, con el máximo de Autoritas, de un ministro de guerra. Bien decía Julio César, uno de los políticos y generales más grandes de la historia, que la mujer del César, vale decir, del gobernante y, desde luego del gobernante mismo, no solo debía serlo sino parecerlo. ¿Parece el diputado Guaidó ser el César del país en el que reposan las principales reservas petrolíferas de Occidente habiéndose convertido, por eso mismo, en el principal botín en disputa de las llamadas “grandes” potencias? ¿Está a la altura de esa máxima responsabilidad en un mundo que no toma consideración de la simpatía, sino de la autoridad de sus representantes? Nos guste o nos disguste enfrentamos un hecho hasta hoy doloroso e irreversible: para algunas naciones, el representante del Estado venezolano es Nicolás Maduro. Es la consideración que ha primado en Itamarati.
Los errores cometidos por la ingenuidad, el entusiasmo y la apabullante falta de experiencia del gobernante interino son verdaderamente graves e imperdonables. Y no se asoma ni en él, ni en Leopoldo López, el Deus ex Machina de este extraño cogobierno, ni en los partidos del llamado G4 de los que se sirven, la más mínima voluntad de corregirlos. Fue improvisado y carente de toda seriedad y solemnidad el nombramiento del 23 de enero. Y desde entonces todos los actos del autonombrado encargado de gobierno han sido un fracaso autoinflingido. La seguridad dada a las autoridades civiles y militares extranjeras del quiebre y ruptura de las fuerzas armadas en Cúcuta y en La Carlota, ambos eventos coronados con ominosos fracasos, han sembrado la desconfianza de los gobiernos eventualmente aliados en nuestra lucha contra la tiranía. Reconquistar esa confianza y dar pruebas de la voluntad de corrección se ha convertido en una auténtica necesidad nacional.
No es otro el motivo que nos lleva a formular las críticas que expresamos. Ni otro el nombre que merece el esfuerzo de llevar a cabo dicha corrección: reconocer la necesidad de conformar un gobierno de emergencia nacional verdaderamente unitario, en donde quepan todos. Y en donde los cargos diplomáticos y de gobierno sean decididos con auténtica voluntad nacional y el mayor sentido de responsabilidad posible. No atender a esa exigencia que el país reclama a gritos seguirá hundiéndonos en el abismo.
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