La muerte de Isabel II y toda la pompa alrededor de su predecible fallecimiento, al igual que el fasto en torno de la entronización de su heredero, su hijo Charles, ha reavivado un antiguo debate, generalmente impulsado por la izquierda radical, acerca de la supuesta inutilidad de las monarquías. Sus voceros más altisonantes se han declarado, una vez más, antimonárquicos a ultranza. Insisten en lo costosas e inútiles que resultan para los pueblos, además de constituir antiguallas o reminiscencias del pasado medieval que el mundo moderno debería superar de forma definitiva.
Lo más llamativo de algunos de esos grupos es que no analizan el entorno institucional que rodea a las monarquías constitucionales, ni se oponen con la misma firmeza a las otras «monarquías», a las de hecho, impuestas por los sistemas totalitarios. En estas se encuentran combinados el comunismo, el socialismo y el populismo en las proporciones necesarias para eternizarse en el poder.
El radicalismo antimonárquico sigue analizando la figura del monarca como si se tratara de gobernantes absolutistas al estilo de Felipe II, Enrique VIII o Luis XIV. Desechan varios aspectos clave para comprender el funcionamiento del sistema. Uno de ellos consiste en que, digamos en España o Inglaterra, donde el monarca sigue cumpliendo algunas funciones de Estado, la Corona está sujeta a control parlamentario y, por esta vía, a supervisión de los ciudadanos. El soberano no es quien lleva la diadema, sino el pueblo, que cuando lo estime conveniente puede resolver, en un referendo popular, eliminar la monarquía y quedarse solo con el Gabinete Ejecutivo, el jefe de Gobierno y el Parlamento, según sea el país de que se trate. El monarca es removible, no inamovible, como ocurría en el Absolutismo. Otro aspecto fundamental reside en que la corona no adopta medidas de gobierno en política interior o exterior. Las políticas económicas y sociales corresponden al Gabinete Ejecutivo, presidido por el jefe de Gobierno. El monarca debe someterse a los acuerdos adoptados por el Ejecutivo. Su papel como jefe de Estado es más formal que real. Actúa como una figura que simboliza la tradición, la estabilidad, la unidad nacional y del Estado. Al menos, esa es la misión que se espera cumpla. En Inglaterra, la reina Isabel II fue clave para preservar la cohesión tanto del Reino Unido como de la Commonwealth. Ambas han pasado por momentos críticos después de la Segunda Guerra Mundial. En España, Juan Carlos I fue crucial durante la transición y para evitar que los golpistas de 1981 triunfaran.
La monarquía constitucional puede contener rastros del pasado, pero mientras los pueblos y los sistemas políticos democráticos la evalúen como necesarias, hay que apoyarlas, sin que esto signifique ser condescendientes con sus excesos.
Otro abordaje completamente distinto debe adoptarse con las «monarquías» de hecho impuestas por los regímenes totalitarios o simplemente autoritarios, a través de dictaduras desembozadas o de la reelección indefinida, que suprime las elecciones competitivas, permitiendo votar, pero no elegir. El más oprobioso de esos regímenes, condenado por la inmensa mayoría del planeta, es el impuesto por la dinastía Kim en Corea del Norte. Hasta la izquierda radical se ha visto obligada a condenarlo por su obscenidad. En cambio, la tiranía urdida por Fidel Castro, similar en crueldad, ha sido elogiada por la izquierda planetaria. El fidelismo se convirtió en «tiranía hereditaria» cuando el autócrata caribeño designó a su hermano Raúl para que lo sucediera como jefe del Estado cubano. Este, a su vez, nombró a Miguel Díaz-Canel como sucesor.
Luego de la destrucción del Muro de Berlín, la implosión de la Unión Soviética y el final de la Guerra Fría, las monarquías autoritarias mutaron. La estrategia consistió en utilizar los mecanismos de la democracia representativa para acabar con ellas. Un pionero del método fue Hugo Chávez quien propuso la Constituyente para «refundar» la República. La fulana refundación sirvió para someter el Poder Judicial, la Asamblea Nacional, las Fuerzas Armadas, los medios de comunicación independientes, los partidos opositores, desdibujar el Consejo Nacional Electoral, acabar con las elecciones competitivas y, la estocada final, imponer reelección indefinida. Su esquema, continuado por Nicolás Maduro, luego fue utilizado por otros gobernantes en el planeta. Vladimir Putin (ahora acosado por su fracaso en Ucrania), Daniel Ortega, Tayyip Erdogán y Viktor Orbán, lo asumieron. Ahora constituye una franquicia autoritaria de la que se valen los autócratas, no importa si se identifican con la derecha o la izquierda.
Frente a los desmanes de esas «monarquías», especialmente las de izquierda, los radicales guardan un silencio encubridor. De vez en cuando reprochan a Erdogán y a Orbán, por ejemplo; pero, ante a la feroz dictadura cubana, nicaragüense o a la ensamblada por Putin en Rusia, el mutismo es total, al igual que con Maduro. No les importa que sean autócratas inamovibles. No cuestionan que los sistemas electorales los perpetúen, que los mecanismos de sustitución o de traspaso del poder sean cupulares, y que las probabilidades de renovar las autoridades de forma democrática sean escasas o inexistentes.
Se ensañan con las monarquías constitucionales, pero se complacen con las tiranías.
@trinomarquezc
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