Alguna vez un asceta, escribió: “Sufrimos más a medida que más amamos. La suma de los dolores posibles para cada alma es proporcional a su grado de perfección”. El alma perfecta suma, pues, los dolores posibles. ¿Es esto lo que espera, pacientemente, Job? No lo creo.
Creo que quienes han estudiado la literatura sapiencial del antiguo Israel no dudan de que estuviera influida por sus antecesores egipcios y sumerios. Los dos modos de sabiduría –prudencial y escéptica– fueron legados a los hebreos, el primero en los Proverbios, y la búsqueda más sombría de la justicia de Dios en Job y el Eclesiastés. Los cánones de la ortodoxia oriental y el catolicismo romano incluyen estos libros, así como la sabiduría de Ben Sirá (siglo II a. C.) y la sabiduría de Salomón (siglo I a. C.). Algunos de nosotros los hemos leído en los Apócrifos de la Biblia del rey Jacobo.
Los sabios están presentes en casi todas las tradiciones espirituales del mundo, tanto en Oriente como en Occidente. Empero, sabemos que los cinco libros de Moisés no fueron escritos por Moisés, y es de presumir que los hebreos tampoco lo sabían. El rey David era un poeta, pero es poco probable que escribiera todo el libro de los Salmos. Se cree que el fundador de la sabiduría hebrea fue el hijo de David, el rey Salomón, que no escribió el Cantar de los Cantares, ni los Proverbios, ni el Eclesiastés, ni mucho menos la Sabiduría de Salomón. No obstante, gobernaba una cultura sofisticada, y sus poetas y sabios cortesanos se sentían orgullosos de atribuir sus palabras a su autoridad y patronazgo. Más que David, Salomón poseía un espíritu muy amplio, y al parecer su corte produjo el libro de J, o el texto del Yahvista, la obra más poderosa de la antigüedad hebrea, y la magnífica historia que denominamos libro segundo de Samuel.
El libro de los Proverbios, a pesar de que algunos de sus aforismos pertenecen a la era de Salomón, casi con toda certeza es posterior a la época del Redactor, término con que se conoce al editor genial que compiló la estructura de la Biblia hebrea desde el Génesis hasta Reyes. El libro de los Proverbios es un pastiche que hace caso omiso de la historia y sus calamidades. En sus primeros 22 capítulos apenas se refiere a la corte salomónica. El primer grupo de aforismos es el más sabio y más famoso. Job es el mayor triunfo estético de la Biblia hebrea, pero desconcierta que se le considere una teodicea. El “paciente Job”, de hecho, tan paciente como el rey Lear, y ni esa obra de la antigüedad ni El rey Lear nos presentan a un Dios o unos dioses justificados. Ambos poemas son demostraciones de que no poseemos un lenguaje apropiado para discernir lo divino. ¿Es san Juan de la Cruz una excepción? No sé, no lo creo. Tal vez los poetas lo saben, aun los malditos o endemoniados.
Los comentaristas del libro de Job más convincentes siguen siendo, para mí, Calvino, en sus sermones, y Kierkegaard; me referiré a ellos después. El lector que acuda a la versión del rey Jacobo se encontrará con un prólogo, un diálogo, los extraordinarios discursos de Elihu, la Voz de Yahvé que emerge de la Tempestad, y al final un dudoso epílogo. El famoso prólogo se centra en un magnífico diálogo entre Yahvé y Satán, que aquí no es un paria, sino un autorizado Acusador del Pecado: “El día en que los hijos de Dios venían a presentarse ante Yahvé, vino también entre ellos el Satán. Yahvé dijo al Satán: ‘¿De dónde vienes? El Satán respondió a Yahvé: ‘De recorrer la tierra y pasearme por ellas’. Y Yahvé dijo al Satán: ‘¿No te has fijado en mi siervo Job? ¡No hay nadie como él en la tierra; es un hombre cabal. Recto, que teme a Dios y se aparta del mal! Respondió el Satán a Yahvé: ‘¿Es que Job teme a Dios en balde? ¿No has levantado tú una valla en torno a él, a su casa y a todas sus posesiones? Has bendecido la obra de sus manos y sus rebaños hormiguean por el país. Pero extiende tu mano y toca todos sus bienes; ¡verás si no te maldice a la cara! Dijo Yahvé al Satán: ‘Ahí tienes todos sus bienes en tus manos. Cuida solo de no poner tu mano en él’. Y el Satán salió de la presencia de Yahvé” (Job, 1,6-12).
Es palpable que tanto Yahvé como el Satán son personajes antipáticos en extremo. No estamos lejos de Moby Dick ni de Kafka. Dejando aparte su prosperidad, Job no tiene defectos, aunque ambos lucen absurdos. Como alborotador, el Acusador obra según su vocación, pero la motivación de Yahvé parece ser su habitual mal humor. Tengo dudas acerca de quién redactó el libro de Job, al igual que el escritor J de la Biblia hebrea bien pudo ser una mujer hitita. No importa mucho: la corte de Salomón debía de estar poblada de escritores sapienciales de muchos países. Quienquiera que fuese el poeta, no me parece más devoto que Harman Melville, quien calificó a su Moby Dick de “libro perverso”. Job es más complejo, y su sabiduría me parece más perversa. Job, al no ser Ahab, no habría dado caza a Leviatán (la ballena blanca) con su arpón.
Yahvé provoca a Job y al lector de manera soberbia: “Y a Leviatán, ¿le pescarás con tu anzuelo, sujetarás con un cordel su lengua? ¿Pactará contigo un contrato de ser tu siervo para siempre? ¿Quién abrió las hojas de sus fauces? ¡Reina el terror entre sus dientes! Salen antorchas de sus fauces, chispas de fuego saltan. De sus narices sale humo, como de un caldero que hierve junto al fuego”. Se trata de una sabiduría brutal, y podría representar la transmutación hebrea de un poema árabe. Y, sin embargo, la revisión roza la sublimidad, aunque sea tremendamente negativa. Quizá solo san Agustín pueda presentar la teodicea de una manera agradable. Maimónides negaba la sabiduría de Job, su paciencia sin límites ante las calamidades.
Pero su apologista es Calvino, que refuerza sus argumentos con una especie de demencial elocuencia: “Pues la mejor prueba que podía dar Job de su paciencia era decidir permanecer completamente desnudo, en la medida en que eso era lo que complacía a Dios. Seguramente los hombres resisten en vano; puede que tengan que apretar los dientes, pero sin duda regresan totalmente desnudos a la fosa. Incluso los paganos han dicho que solo la muerte muestra a pequeñez del hombre”. ¿Es este el significado del libro de Job, que Dios tendría que crear nuevos mundos si pretendiera satisfacernos?
¿Tenemos, por tanto, que parecernos a Job? Kierkegaard, más sutil que Calvino, creía que ese era nuestro deseo: “Así, pues, sé sincero contigo mismo, fija tu mirada en Job; aun cuando el personaje te aterre, no es eso lo que él desea, si tú mismo no lo deseas” (Discursos edificantes).
¿El temor a Dios es sabiduría? Esta es la poesía de Dios, no la de Job. No funciona en la relación erótica humana y convierte la democracia en burocracia corrupta. Los difíciles placeres del libro de Job son la cima de la poesía hebrea y el propio Job, al entregarse a la Tempestad, sin duda alcanza la paz.
Yo, que en estos tiempos recuerdo (con derecho) mis amadas lecturas, prefiero dar la mano a Baudelaire: “Mientras que en los mortales la multitud servil, bajo el látigo del Placer, verdugo sin piedad, cosecha remordimientos en la fiesta servil, dolor mío, dame la mano; ven por aquí”.
Mientras el cielo moribundo está por dormirse, escucha, querido, la noche que asciende a la empinada cumbre.
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