Las sociedades aprenden, y del resultado del aprendizaje surgen actitudes inimaginables en el pasado, situaciones que jamás hubieran pensado los antecesores. Un determinado tipo de historia conduce al surgimiento de soluciones alejadas del libreto de los tiempos anteriores, pero producidas por lo que ocurrió en su seno. Puede ser que las cosas vayan madurando debido a que los tirones de la realidad conducen a un tipo determinado de acciones vinculadas con la experiencia, con la silenciosa pedagogía de las generaciones anteriores, o a intuiciones sobrevenidas que aconsejan que las cosas se hagan de una forma sorpresiva e insólita. Por una de esas dos razones, o por ambas a la vez, puede entenderse el curioso fenómeno de lo que pudo parecer un alzamiento con militares que terminó en un movimiento cívico sin ellos, pero no del todo, sobre el cual nos devanamos la cabeza quienes lo presenciamos el 30 de abril.
Ante situaciones de inconformidad social que llegan a la desesperación, ha sido habitual entre nosotros la búsqueda de un desenlace cívico militar. Bien porque se de en los hechos o porque se clame por el híbrido, tanto como prosperen o aun cuando fracasen, no han dejado de estar en el programa las salidas provocadas por el vínculo entre unos líderes políticos y unas figuras del mando militar para el control del poder. De allí que estemos pendientes desde hace años de un cambio de gobierno provocado por acuerdos, generalmente sigilosos, entre una dirigencia política de oposición y un sector de oficiales dispuestos a asociarse para derrocar al régimen. La tradición nos ha mandado a esperar un alzamiento surgido de la referida unión, un cuartelazo que en cuestión de horas nos ofrezca soluciones en bandeja de plata. Pero, ¿qué pasa si los hechos en los cuales están mezclados unos protagonistas de los dos sectores no se dan como se dieron antes, no calcan el manual del pasado?
Afirmamos sin vacilar que fracasó, sin pensar en que puede ser una manera inédita de manifestarse, un tipo distinto de relación que no se dio jamás antes, pero que hace ahora un retador debut que nos saca de quicio. Guaidó y López no llamaron a una insurrección desde la base aérea de La Carlota, sino a una reacción de la sociedad contra la dictadura desde los alrededores de un establecimiento castrense. Los acompañaba un grupo de soldados, pero ningún oficial reconocido por los miembros de su organización ni por el común de la ciudadanía. No había ninguna disposición castrense evidente cerca de los dirigentes, sino solo la cercanía de un célebre cuartel por el cual han salido y entrado muchos protagonistas de acontecimientos vitales para la sociedad, pero nada más. Salta a la vista la existencia de un hecho peculiar, de algo que jamás habíamos presenciado y que nos ha llevado a pensar situaciones alejadas de la realidad. Es lo menos que puede suceder ante un movimiento con un puñado de militares que busca al grueso de los militares, pero que termina en una acción llevada a cabo solamente por civiles.
El rompecabezas se hace más arduo cuando presenciamos la inacción de los jerarcas ante cuyas narices hicieron Guaidó y López el llamado. Tan solos como estaban los llamadores, con tan flaca compañía de soldadescas y a solo medio metro de un cuartel poderoso, su captura pudo ser juego de niños para la oficialidad o para la tropa a las cuales se retaba o convidaba. Pero no movieron un dedo. Entonces lo que parecía militar, o cívico militar, dejó de ser militar para convertirse solo en cívico, debido a la falta de uniformes cerca de los dos líderes y a la parálisis del temible equipo verde oliva que se entumeció en sus predios. Pudieron ganar medallas después de una acometida elemental, pero dieron puerta franca a la ciudadanía para que tomara las calles durante la jornada y al día siguiente. Si lo militar del episodio tuvo importancia entonces, radicó en el hecho de conceder licencia a los civiles para manifestaciones masivas en la vía pública contra la usurpación de Maduro.
O a que todavía se piense en la incorporación de los cuarteles para la derrota del usurpador. Por ellos fueron Guaidó y López el 30 de abril, en una peripecia tan curiosa que se sale del catálogo usual de los alzamientos y no permite asegurar que haya concluido el trabajo de quienes los buscan sin dar con la llave maestra que abre sus enrejados. Quizá la intención de no volver a viejas conductas condujo a un episodio excepcional, o a que se debió cambiar de pronto la ruta en la mitad del itinerario para impedir un extravío peligroso, pero todos vimos un espectáculo de estreno en la historia de Venezuela, una función que nos obliga a reflexiones inesperadas en las cuales debe ocupar puesto céntrico el papel de la civilidad.