Tras el triunfo de Andrés Manuel López Obrador en México se han escuchado las expresiones de varios ex presidentes latinoamericanos que celebraron, palabras más palabras menos, el movimiento del péndulo político regional a la izquierda. Así se expresaron, entre otros, Rafael Correa, Cristina Kirchner, Manuel Zelaya y Ernesto Samper, quien dijo que este triunfo marcaba el regreso de gobiernos comprometidos con la justicia social y la soberanía. Vaya modo engañoso y autoindulgente de hacer balances.
El caso es que son muchas las señales contradictorias hoy presentes en la política latinoamericana, tanto así que lo de definir finales y comienzos de ciclos se ha vuelto un ejercicio de etiquetado forzado e insincero.
Basta pasearse por las señales tan diversas que en semanas recientes arrojan los resultados de las elecciones presidenciales en Colombia y México; tanto más si se anotan en la lista de contrastes los giros políticos que tienen lugar institucionalmente en Ecuador mientras ocurre el escalamiento de la violencia gubernamental que se propone sofocar las exigencias de cambios institucionales en Nicaragua. Para no hablar de las incertidumbres electorales brasileñas y las forzadas certidumbres reeleccionistas bolivianas, o de las urgencias económicas y disciplinas que debe asumir el gobierno argentino en contraste con el modo cubano, ya crónico, de asumir el fracaso económico a expensas de aliados prestamistas y, especialmente, de la población cubana. Añádase la distancia entre Brasil y Nicaragua en sus modos de moverse ante o con, según el caso, la corrupción rampante y transnacionalizada.
En el mirar sin encasillarse en ciclos no es difícil descubrir un tema de fondo en la diversidad presente: las fortalezas y debilidades del Estado de Derecho, las de los controles democráticos efectivos –comenzando por el respeto al momento electoral– y, en suma, lo que mejor lo resume todo: el trato a los derechos humanos.
Y en ese contexto no sobra recordar una y otra vez a los amigos del péndulo que en el lado más oscuro de cada una de las contradicciones asomadas se encuentra Venezuela, con una crisis inocultable que se resume en la violación de todos los derechos humanos y se desborda material e informativamente al mundo.
A los informes y denuncias desde el sistema interamericano –que recientemente incluyen el de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y el de los expertos que sustanciaron el Informe sobre posibles delitos de lesa humanidad remitido a la Corte Penal Internacional– se sumó a finales de junio el segundo informe en menos de un año de la Oficina del Alto Comisionado de Derechos Humanos de las Naciones Unidas. Si el primero, de agosto de 2017, se concentró en las gravísimas violaciones de derechos durante las protestas, el más reciente advierte desde su largo título la amplitud del espectro y el agravamiento incesante de la situación: Las violaciones de los derechos humanos en la República Bolivariana de Venezuela: una espiral descendente que no parece tener fin. El índice del documentado diagnóstico revela el abismo en las violaciones de los derechos a la libertad de reunión pacífica; a la verdad y la justicia de los familiares de las personas muertas durante las protestas; a la libertad de expresión y opinión; a los de las víctimas mortales de los operativos de seguridad no relacionados con las protestas; de los detenidos arbitrariamente sin debido proceso y los sometidos a la justicia militar; de los torturados y maltratados; de los opositores políticos, activistas sociales y defensores de derechos humanos; al derecho a la salud y a una alimentación adecuada. El detallado diagnóstico es seguido por un conjunto muy conciso de propuestas de cooperación y recomendaciones indispensables, y todas apuntan a la recuperación del Estado de Derecho en Venezuela, como requisito esencial para la vigencia plena de garantías a todos los derechos.
Ese necesario y urgente retorno nada tiene que ver con la perspectiva de los movimientos pendulares concebidos desde los discursos y programas políticos justicieros de quienes van llegando al gobierno, quieren volver o no quieren soltarlo. El criterio hoy más relevante para perfilar el estado presente y las perspectivas de estabilidad con democracia y prosperidad para Latinoamérica es la construcción del compromiso efectivo, individual y colectivo, con la garantía a los derechos humanos, cada vez mejor acompañada por el seguimiento y asistencia, evaluaciones y sanciones de la comunidad internacional.
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