Protestar es un designio de la condición humana. Quien lo piense con detenimiento y haga un repaso de su vida de todos los días, lo constatará: no hay un día en que no experimentemos alguna forma de discrepancia con el estado de cosas a nuestro alrededor. Vivimos en continuo sentimiento de malestar. En todas partes las personas vigilan a sus gobernantes. Algunos países tienen una fortuna que no siempre se aprecia en su enorme valor: que sus gobiernos aciertan o se equivocan. Toman medidas benéficas o medidas absurdas, pero dentro de una lógica que tiene como objetivo lograr el mayor apoyo posible entre los electores. El poder, cada vez que tiene oportunidad procura satisfacer a los ciudadanos. Cuando el malestar es mayor a las ventajas percibidas, los gobernantes pierden las elecciones y se inaugura un tiempo de nuevas expectativas.
Esta lógica, que tiene un carácter casi universal, ha sido borrada en la realidad de Venezuela. El régimen, cuya naturaleza consiste en el odio a la vida, no quiere persuadir, ni seducir, ni convencer. El tiempo en el que simulaba aspirar a los aplausos ha quedado atrás. Una vez que le resulta imposible mantenerse en el poder por vía electoral, ha sacado a la superficie, en las narices de cada venezolano y del planeta entero, su específica naturaleza: la de imponerse a los electores haciendo uso de la fuerza en un diverso catálogo de modalidades: a través del Consejo Nacional Electoral, para despojarnos del derecho al voto; a través del Tribunal Supremo de Justicia y el entramado de los tribunales, para perseguir y encarcelar a quienes disientan; a través de su siniestro sistema policial y carcelario, especializado en torturar a los detenidos, y torturar a sus familiares, trasladándolos y ocultando la información sobre el lugar y el estado en que se encuentran; a través del control del Alto Mando Militar, que se ufana de su complicidad con el narcorrégimen.
El que el ciclo de protestas que se prolongó por varios meses haya culminado tras el llamado de la Mesa de Unidad Democrática a participar en las elecciones regionales, y que ello haya derivado en un debate entre los demócratas sobre cuáles deben ser las vías privilegiadas para enfrentar al régimen, no cambia ni el carácter de las protestas ni tampoco la necesidad de protestar, a pesar de los esfuerzos del poder por impedir que los ciudadanos ejerzan su derecho de expresar públicamente su disensión.
Las protestas volverán: esto es inevitable. De hecho, no han cesado del todo. En distintas partes del país, personas y comunidades han continuado exigiendo que el gobierno les devuelva sus derechos o cumpla con sus deberes. El deterioro de las condiciones de vida, cada vez más pronunciado, no ofrece alternativas: o se protesta o se protesta. Todos los indicadores anuncian que la inflación continuará, que la escasez se extenderá, que la delincuencia aumentará las zonas del territorio nacional bajo su control, que los incompetentes no aprenderán nada de los costosos errores que han cometido y continuarán arruinando el país en todos sus extremos.
Estas realidades son, por sí mismas, generadoras de disconformidad y, por tanto, de protestas. La protesta es, ahora mismo, inherente a la vida pública venezolana. De algún modo, equivale a vivir. Es una necesidad asociada a la existencia: protestar es una legítima forma de ratificar que la aspiración no ha cambiado: el venezolano es un pueblo que escogió vivir en libertad. Contra todo aquello que se propone limitar ese derecho, se produce y se producirá una reacción.
Durante los meses que el país estuvo bajo el signo de las protestas, muchas cosas quedaron expuestas de forma irremediable. Fue evidente, dentro y fuera de nuestro país, que la voluntad política en contra del régimen es real y estructural. No se trata de un episodio que, más adelante, podría ser olvidado o dejado atrás. Al contrario: durante esos días se produjo el rompimiento definitivo entre la inmensa mayoría de la sociedad venezolana, y la oligárquica y corrupta cúpula que ocupa el poder. Ese rompimiento es irreversible. Por ello, hoy o mañana, las protestas continuarán hasta el final del régimen. No tengo duda de ello: volverán.
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