Rendir homenaje a Pedro Ignacio Galdos Zuazua S.J., en ocasión de su reciente y sentido tránsito a la eternidad, nos lleva inexorablemente a recordar esos tiempos que compartimos en los claustros y áreas de esparcimiento del Colegio San Ignacio, así como también en los exuberantes senderos del Ávila empinado y en otros singulares destinos de nuestra espléndida geografía nacional. Llegábamos al quinto grado de educación primaria cuando recibíamos la cálida bienvenida del padre Galdos –nuestro consejero espiritual y profesor de Religión–, de quien por primera vez oíamos hablar del Centro Excursionista Loyola.

De lo mucho que pudiéramos evocar sobre aquellos acaecimientos de tanta añoranza, quisiéramos primeramente fijar nuestra atención en la dinámica de los retiros espirituales –la realización abreviada del argumento planteado por San Ignacio–, una de las frecuentes actividades que dirimía el padre Galdos con sus alumnos, tanto en los recintos del colegio, como en las clausuras de Ocumare de la Costa –en la casa de los padres jesuitas que fuera del general Juan Vicente Gómez–, o en el Noviciado de Los Teques. Tratándose de cuestiones penetrantes y de suyo complejas, el lenguaje del padre Galdos era simple y de tal manera comprensible para quienes apenas estábamos por concluir la última etapa de nuestra educación primaria. Los retiros eran la respuesta a una continua llamada a reflexionar en oración sobre nuestra experiencia vital, una práctica que servía al propósito de discernir sobre la validez de los caminos andados y las consecuencias de un proceder más o menos congruente con el espíritu cristiano. Aquello pretendía llevarnos a un ilusionante encuentro con la verdad, con esa realidad que pudiéramos alcanzar examinando la conciencia, meditando, contemplando, orando vocal y mentalmente y en otros quehaceres íntimos como proponía San Ignacio. El consejero espiritual siempre pondrá los fundamentos, identificará las oportunidades y dará las herramientas para que el educando enlace la experiencia con la reflexión y la acción. Porque a fin de cuentas el ignaciano está llamado a ser hombre de acción, bien sea en el desempeño de sus ocupaciones dentro de la orden religiosa o en los terrenos de la vida seglar según los casos –el hombre creado por Dios a su imagen y semejanza fue habilitado para actuar en la tierra con arreglo a sus facultades e inteligencia, para ser diligente y dar buen rendimiento en el trabajo que siempre enaltece–.

El padre Galdos y su hermano morocho –de quien nos hablaba continuamente con inmenso afecto y veneración–, nacieron en el País Vasco, ambos estudiaron en la Navarra de san Francisco Javier –el misionero de primer orden en el Lejano Oriente, miembro junto a Ignacio de Loyola del grupo fundacional de la Compañía de Jesús–,  para después tomar rumbos distintos hacia la comunicación del mensaje esperanzador a los cristianos de dos naciones desemejantes y muy alejadas: la Venezuela pujante de los años cincuenta y la India dividida e independizada conforme los lineamientos trazados por el célebre Louis de Battenberg –el Plan Mountbatten de 1947, como se le conoce en la historia de ese país–.

Aquella Caracas en pleno proceso de transformación, aunque sin dejar de ser apacible y acogedora, será el emplazamiento de su actividad formativa en el seminario y más tarde se hará terreno propicio para desarrollar una labor educativa de singulares contornos. Ya para entonces el padre Galdos había descubierto los caminos del Ávila, así como también el Centro Excursionista Loyola (CEL) que será la oportunidad para mejorar su práctica espiritual, desdoblar su natural bonhomía, afán de compañerismo y espíritu aventurero. De veras conmueve recordarle en las actividades del campamento; fueron notables los fuegos nocturnos entre ocurrencias y risas, las pedagógicas consignas del día que invitaban al pensar profundo, las celebraciones eucarísticas y los momentos de recogimiento entre amigos, cuando hubo lugar a la reflexión ignaciana que siempre nos conmueve. Excelsior repetíamos persuadidos de que todo puede hacerse mejor, de que siempre hay algo en nosotros que nos conmina a dar “un poquito más” en nuestras afanosas vidas y en las agotadoras rutas que nos llevan a las cumbres más agrestes y enhiestas de los sistemas montañosos venezolanos. Todo cuanto hicimos junto al padre Galdos, los jefes de campamento y nuestros compañeros de patrulla, fue como dijimos en ocasión de los cincuenta años del CEL (1988), un despliegue de saludable entretenimiento, de mucho aprendizaje, aunado a la exigencia de buena conducta y habilidosa práctica de manualidades y ejercicios especiales que debían calificarnos para realizar nuestra promesa del celista, solemne compromiso de identidad cristiana que completaba la sólida formación moral y cultural que en cada uno de nosotros forjaban nuestros maestros jesuitas.

Fue pues el padre Galdos un magnánimo sacerdote, un cualificado escritor, amigo de sus amigos que fuimos todos los que tuvimos el privilegio de ser sus discípulos, montañista infatigable y consejero espiritual insigne que encauzó nuestros pasos con esos giros que vigorizan la fe y la esperanza. Solía comentar nuestros artículos de prensa con esa agudeza crítica de los ignacianos inteligentes; también recomendaba lecturas diversas, entre ellas el magnífico libro Ignacio de Loyola, solo y a pie, de José I. Tellechea, la biografía fundamental de un hidalgo y pobre andariego que recorre largos caminos hasta fundar la “…Compañía Real, que Jesús con su nombre distinguió…”, como cantábamos con tanto fervor en el colegio y en las excursiones del CEL –el padre Galdos hacía las veces de director de aquel coro de luz y optimismo–. Se nos ha ido de este mundo irresoluto que nos envuelve y ello nos pone el alma en luto, pero nos quedan sus afectos, concluyentes enseñanzas y perdurables recuerdos de quien en todo supo amar y servir.

 


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