El cine permite echar luz sobre el aniversario número 452 de la ciudad de Caracas.
Si revisamos la historia encontraremos innumerables hallazgos para comprender a la ciudad desde la visión de sus películas, documentales y centros de exhibición.
La capital consolidó un parque de salas estables y rentables en cuestión de 80 años, creando nuevos hitos urbanos para el deleite de los consumidores y espectadores, como el Radio City, el Rialto, el Broadway, el Castellana, el Ayacucho y el Teatro Junín, cuyos usos y locaciones fueron cambiando con el paso del tiempo.
Según el portal Zoom F7, el gusto del consumidor se genera con un cambio de hábito que luego conduce a una costumbre que finalmente se transforma en una demanda de bienes y servicios. La industria depende del desarrollo de esta estrategia de mercado.
Muchos viejos cines cerraron sus puertas definitivamente por el cambio de paradigma en el negocio de la proyección de estrenos y largometrajes. Es el caso del emblemático espacio del cine Altamira, donde pude ver el éxito de taquilla de Titanic, antes de ser clausurado y posteriormente demolido.
Tampoco la red de autocines sobrevivió para contarla en el tercer milenio. Ahí se iniciaron no pocos romances, a cielo abierto, mientras los jóvenes compartían la aventura de descubrir las conexiones sentimentales entre la pantalla y su contexto.
En el pasado reinaba la diversidad en la estética, la arquitectura y la ubicación geográfica de las salas. Pronto, las urgencias de actualización tecnológica abolieron las diferencias de fachada, en pos de la unificación concentrada de las cadenas Multiplex, subordinando el entrenamiento audiovisual a la lógica de los no lugares de la contemporaneidad, dentro de una serie de construcciones ensimismadas y bunkerizadas.
Los llamados mall lograron sacar al sector de la crisis, provocada por la inseguridad y el agotamiento del viejo sistema, al precio de gentrificar el espectáculo para las costumbres de una demanda cada vez más reducida, ante las circunstancias de la depresión y el cercenamiento de libertades.
Igual, las personas siguen asistiendo a los eventos de la cartelera, independientemente de su origen social, porque el inconsciente colectivo se formó en el gusto por disfrutar de filmes internacionales en las plataformas del sector privado, el cual resiste y se mantiene en pie con dignidad.
Los boletos se pagan para respaldar productos importados, animados y franquicias, como Toy Story 4, El rey león y Avengers: Endgame, en detrimento de propuestas originales y autorales de otros países.
Por fortuna, existe la iniciativa civil de un circuito de calidad, liderado por los gerentes y administradores del Trasnocho Cultural, con funciones agotadas por semanas en un país sin agua, electricidad y todo en contra.
Del mismo modo, es buena noticia reportar el fortalecimiento de cines alternativos, emplazados en galerías, centros de arte, cafés, bibliotecas y parques no convencionales, acercando a la audiencia al reto de reencontrarse fuera de la casa.
Caracas ha sido también una fuente de inspiración para los directores que crecieron en ella. Ayer, Jacobo Borges inauguró el hito de Imagen de Caracas, un proyecto multimedia adelantado a su época en 1968, despertando la conciencia y buscando romper con las fronteras del fanático de las luces, las cámaras y las acciones fotoquímicas.
Como consecuencia, la vanguardia del Super 8 se estableció, impulsando la irrupción de realizadores como Diego Rísquez, Carlos Oteyza, el Príncipe Negro, Carlos Castillo y Julio Neri (con cortometrajes y largometrajes de ruptura como Electofrenia y Hecho en Venezuela).
Los setenta y ochenta documentaron la evolución de una ciudad que nos empezaba a ver desde los cerros; que amenazaba devenir en una distopía a merced del hampa, la violencia y la corrupción.
Al respecto, debemos reconocer la vigencia de Soy un delincuente, Macu: la mujer del policía, Cangrejo y País portátil.
El período culminó en el caos y la implosión del 27 de febrero, iniciando una década de los noventa, llena de incertidumbre y conflicto que será traducida por títulos como Disparen a matar, Sicario, Pandemónium, Amaneció de golpe y Huelepega, dando por clausurada la primera edad dorada del cine nacional.
A pesar del evidente declive de aquellos años en términos de producción y exhibición, los noventa merecen reivindicarse porque consiguieron germinar a una generación de relevo que rescataría al cine caraqueño, a partir del suceso de Secuestro exprés en 2005. Así arrancó un ciclo que obtuvo el éxito económico y crítico, a través de la consagración de obras como Hermano, La Hora Cero, Pelo malo, Desde allá, La familia; Papita, maní y tostón; Piedra, papel y tijera; Jacinto Convit y Francisco Massiani.
En dichas películas palpamos la huella de una tradición que se refrescó tocando temas como el darwinismo, el renacimiento, la resiliencia, la tolerancia, la incomunicación, el caos institucional, la crítica hacia el ámbito estatal, la reafirmación de los derechos humanos, el valor de las figuras civiles y la superación de nuestra guerra no declarada, por medio del reencuentro que se metaforiza en el deporte.
Hoy en medio de apagones y recortes, cuatro cintas de ficción se filmaron en 2019, así como una decena de documentales. Además, se estrenaron tres grandes títulos: Está todo bien, Jazmínes en el Lídice y La noche de las dos lunas.
Esperemos que Caracas siga luchando por su futuro y su permanencia, imprimiendo el final feliz que reclaman sus ciudadanos, asumiendo el compromiso de ser protagonistas de su historia. Sin aguardar por una solución populista, clientelar y mesiánica.
Después de todo, hay vida y redención para el cine en Caracas. Potenciemos nuestra memoria y recuperemos lo que hicimos el 23 de enero, lo que reconstruyeron nuestros ancestros, tras el terremoto de 1967. Es cuestión de rescatar nuestra autoestima.
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