El fin de semana pasado se cumplió el sexagésimo aniversario del Concilio Vaticano II. En efecto, el 25 de enero de 1959 el papa Juan XXIII comunicó en la basílica San Pablo Extramuros de Roma su propósito de convocar dicho sínodo ecuménico, el cual habría de recoger, madurar y relanzar ulteriormente la renovación de la Iglesia, que venía abriéndose paso en las últimas décadas.
Uno de los aspectos más salientes del Vaticano II fue la reformulación del ser y de la misión de la Iglesia en el mundo, en términos de servicio, diálogo y compartir. Sumamente expresiva en tal sentido resulta la introducción del segundo de sus dos principales documentos, la Constitución Gaudium et Spes: “Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de los que sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo (…) La Iglesia por ello se siente íntima y realmente solidaria del género humano y de sus historia” (GS 1). Se definió la Iglesia como signo e instrumento del plan de comunión de Dios para la humanidad, el cual consiste en la unidad humano-divina e interhumana.
A diferencia de la autointerpretación corriente y de vieja data, el mundo no aparece ya ante la Iglesia como algo separado, extraño, contrapuesto, con una historia paralela y un fin distinto, sino como un devenir, en cuya entraña la Iglesia existe con una misión liberadora y unificante. El mundo “es la entera familia humana (…con sus afanes, fracasos y victorias (…) fundado y conservado por el amor del Creador, esclavizado bajo la servidumbre del pecado, pero liberado por Cristo”, para que llegue a su perfección según el plan divino (GS 2); es tiempo, pues, de claroscuro, pero con un horizonte luminoso. Se percibe en este cambio un giro copernicano: el mundo no gira ya alrededor de la Iglesia, sino que esta existe para que el mundo se perfeccione interiormente y llegue a su plenitud en el amor. Por eso la justicia y la solidaridad, la libertad, el progreso, la fraternidad y la paz son tareas que los cristianos hemos de entender como imperativos ineludibles, como voluntad de Dios. No son lo mismo entonces para la Iglesia la tiranía que la democracia, la opresión que el respeto de los derechos humanos, la injusticia que la solidaridad, el apartheid que la convivencia fraterna y pluralista. El cielo se comienza a vivir y construir desde aquí, en nuestro espacio y tiempo concretos. Fe y religión no son estupefacientes.
Ahora bien, es en este contexto renovador en el que el Vaticano II redefine positiva y dinámicamente al laico o seglar en el conjunto de la Iglesia. No lo interpreta ya como un ente pasivo, oyente y segundón, sino como verdadero protagonista en la Iglesia y en el mundo. Laico es, en este sentido, el fiel cristiano, creyente y bautizado (lo genérico), que tiene como propio y peculiar (lo específico) su ser y actuar en las realidades temporales (familia y sociedad; economía, política y cultura) como testimonio de Cristo y fermento de novedad según el Evangelio. El laico cristiano participa en la vida de la comunidad eclesial (ad intra), pero su misión propia está “afuera” (ad extra) en el ancho y largo mundo, construyendo una “nueva sociedad” correspondiente a la dignidad y vocación del ser humano.
La Iglesia está integrada en su casi totalidad por laicos; esto manifiesta, de modo patente, lo importante y decisivo del protagonismo laical para el presente y futuro del ser-quehacer de la Iglesia en el mundo. No en balde el papa Francisco insiste en la necesidad de superar el tradicional “clericalismo”, lo cual no significa minimizar la importancia y necesidad de los pastores y religioso(a)s, pero sí redimensionar y relativizar su lugar y papel.
Aplicando estas reflexiones a la realidad concreta de nuestra Venezuela, mayoritariamente cristiana católica, ¿quién no advierte el tremendo desafío que la actual grave crisis nacional plantea a la Iglesia, y en particular al laicado católico, en cuanto a compromiso por el necesario y urgente cambio del país hacia su reconstrucción y ulterior desarrollo, en la línea del Estado de Derecho, el pluralismo democrático, la justicia, la fraternidad y la paz?