Para Ariel Enrique Gutiérrez, que en medio del
huracán inició una recaudación por medio de GoFundMe
para auxiliar a sus compatriotas
La devastación es absoluta. El gobierno federal declaró a Puerto Rico zona de desastre total. Lo es con creces. Antes del ciclón la deuda puertorriqueña bordeaba los 120.000 millones de dólares, de la cual la mayor parte era del sector público. Tras el paso de este monstruo, la destrucción causada tal vez triplique esos costos. Solamente rehacer las infraestructuras eléctricas y viarias está mucho más allá de las fuerzas económicas isleñas.
No obstante, Puerto Rico tiene soluciones a mediano y largo plazo. De acuerdo con el CIA World Facebook, el manual de estadísticas internacionales más visitado del mundo, posee, medido en poder adquisitivo, el mayor PIB per cápita de América Latina: 38.400 dólares, pese a que 13,7% de la fuerza laboral está desempleada. PIB per cápita más alto, por cierto, que los de España, Nueva Zelanda e Italia. Exporta 70.000 millones de dólares e importa 71.000. El doble de lo que exporta Venezuela. Más que Argentina y Chile. En América Latina, solo Brasil y México poseen un comercio internacional más intenso, pero no puede olvidarse que Puerto Rico apenas cuenta con 3.300.000 habitantes, mientras Brasil excede los 200 millones y México los 120 millones.
El presidente Donald Trump le prestará todo su apoyo a Puerto Rico. Ese es un buen síntoma. El Congreso, bajo cuya responsabilidad recaen los asuntos de la Isla del Encanto, seguramente responderá con largueza a los pedidos de ese territorio. Al fin y al cabo, desde hace 100 años los boricuas son ciudadanos norteamericanos.
Esa es la clave. En 1917, cuando mandaba Woodrow Wilson y en la isla vivían, más o menos, 1.250.000 personas, el Congreso aprobó lo que se conoce como Ley Jones o Acta de Puerto Rico. Si no se hubiera promulgado, Washington hoy hubiera podido otorgarle la independencia unilateralmente a los puertorriqueños y desembarazarse del problema, como hicieron con los filipinos en 1946. La Ley Jones les concede a los puertorriqueños toda la protección legal con que la Constitución norteamericana ampara a los suyos, y, naturalmente, las limitaciones que impone a los estados de la Unión.
Estados Unidos no declaró a Puerto Rico un estado, como luego hiciera con Hawaii en 1959, porque –sospecho– tanto en Estados Unidos como en Puerto Rico prevalecía cierta indefinición con relación a la identidad de los habitantes de la isla. Todavía en nuestros días, hace como tres años, recuerdo una conversación con un diplomático estadounidense, nacido en Puerto Rico, absolutamente patriota y comprometido con la política exterior de Washington, que se refería a su (técnicamente) país como “ellos”, no como “nosotros”.
Probablemente, esta enorme catástrofe que le ha traído el huracán María a Puerto Rico contribuya a corregir ese desencuentro identitario que es, fundamentalmente, una cuestión de percepciones subjetivas. Los casi 5 millones de puertorriqueños avecindados en Estados Unidos continúan clasificándose así en el censo americano, pese a que la mayoría ha nacido en Estados Unidos, algo que no sucede con otras etnias como los italianos, los irlandeses o los polacos.
Puerto Rico necesita la ayuda masiva que Estados Unidos les brinda a los 50 estados regulares que conforman la Unión y no solo la que les ofrecerá a los ciudadanos nacidos en un territorio controlado por el Congreso, por muy generoso que este sea. Con toda probabilidad, dentro de la isla aumentará sustancialmente el número de personas que se decantan por la estadidad, es decir, por convertirse en el estado número 51 de la Unión.
Es cierto que el gran argumento para estimular esa opción es de carácter económico, pero han sido los intereses y no el patriotismo abstracto lo que forjó a Estados Unidos. La creación del país como una suma de los 13 territorios originales fue el resultado del miedo al poderío de Gran Bretaña, aunque cada una de las porciones se dedicó a salvaguardar casi todas sus prerrogativas soberanas en la Constitución de 1787. Crearon una República de estados confederados en la que Puerto Rico cabe perfectamente.
La posterior adquisición sin grandes dificultades de Luisiana, Alaska y algunos de los estados del Oeste fue la consecuencia del interés de sus habitantes en beneficiarse con los dones de la estadidad, sumado al interés de Washington de ampliar sus márgenes para proteger mejor las fronteras y enriquecer al país. Exactamente como sucedió con la incorporación de la República de Texas, frente a la cual, por cierto, hubo una gran resistencia.
A los puertorriqueños, sin duda, les conviene abandonar la indefinición de ser un Estado Libre Asociado y transformarse en un estado más de la Unión, con sus dos senadores y siete u ocho congresistas que defenderían sus intereses en un Congreso muy dividido en el que ellos pueden inclinar la balanza.
Pero, ¿qué le conviene a Estados Unidos? Sin duda, lo mismo. ¿Por qué? Porque si los puertorriqueños no logran rehacer sus vidas en la isla, emigrarán masivamente a Estados Unidos. De los 3,3 millones que hay en Borinquen, dos comprarán sus boletos y se largarán a Estados Unidos, y serán los 2millones mejor educados y productivos. Eso quiere decir que Washington, si no propicia la estadidad, sufrirá lo peor de ambos mundos: una isla cada vez más empobrecida, y un torrente de inmigrantes a los que habrá que acomodar a un inmenso costo.
De nada vale lamentarse ahora de la guerra hispanoamericana de 1898 o de la Ley Jones de 1917, promulgada en el momento en que Estados Unidos entraba en la Primera Guerra y necesitaba soldados. Los países deben cargar con el peso de su historia. O Estados Unidos y Puerto Rico reconstruyen la isla e inician una nueva etapa sobre bases definitivas y sólidas o las dos partes sufrirán terriblemente. Los puertorriqueños no emigran frívolamente. Lo hacen porque no consiguen una vida grata en su terruño. Eso es lo que hay que conseguir.