¿Renunciaría Nicolás Maduro, por propia iniciativa, y dejaría el puesto “con honor y espontáneamente”, como se lo recomendaba Simón Bolívar al general J. J. Flores? Ningún gobernante de la América caída en brazos de la anarquía y la disgregación se ha caracterizado por la absoluta ausencia de honor y de moral. No es el caso de Venezuela en su hundimiento. No ha lugar para el optimismo.
Pedro Mogna, in memoriam
¿Qué impide que un régimen oprobioso, inútil, abusivo, mutilador y que no obedece a otra razón de existir que a la desaforada ambición y crueldad de unas pandillas de forajidos uniformados y a las ambiciones imperiales de los tiranos cubanos a los que obedecen, se sostenga a pesar y en contra de la voluntad general –tanto nacional como internacional– de exigir que desaparezca cuanto antes y dé paso a la reconstrucción de una sociedad violada, ultrajada, secuestrada por sus responsables? ¿Qué sostiene este asalto de la barbarie, del cual no se puede encontrar una sola ventaja, un solo beneficio para el país? ¿Qué lo ha desfondado en su integridad moral convirtiéndolo en un despojo de lo que un día fuera: una democracia próspera, progresista, liberadora, solidaria? ¿Para convertirla en cementerio de los mejores?
La respuesta no está lejos de quienes, en las altas esferas de gobierno en América Latina, en Estados Unidos y en Europa, señalan que el problema de la gobernanza de Venezuela escapó del ámbito propiamente político para invadir el ámbito de lo propiamente delictivo, criminal, hamponil. Por primera vez en la historia de Occidente, un país cae en manos de pandillas mafiosas de narcotraficantes, lavadores de dinero, ladrones de alzada y altos empujes que se han hecho con el control de las riquezas nacionales –Pdvsa y el Arco Minero, entre tantas fuentes de riqueza– terroristas y delincuentes quienes, brotando de sus profundidades, se han alzado hasta las máximas instancias del poder y establecen una suerte de asedio, de secuestro, de indebida apropiación de una sociedad entera. Los venezolanos estamos secuestrados bajo la complacencia y alcahuetería de todas sus fuerzas uniformadas. El Estado venezolano carece, hoy por hoy, de aquello que en las naciones democráticas de la región recibe el nombre de Fuerzas Armadas. Las que usurpan funciones y títulos de tal existen al margen de los imperativos constitucionales. Mercenarios bien remunerados al servicio de quienes se han apropiado del poder.
Pues Venezuela, hoy por hoy, se encuentra bajo el dominio in extenso de mafias internacionales. El internacionalismo proletario, ideológico pretexto de la injerencia global impuesta por los regímenes comunistas, ha dado paso al internacionalismo gansteril, mafioso, narcoterrorista. Que luego del derrumbe de la Unión Soviética y la implantación del salvaje capitalismo de Estado en China han dado paso como subproducto a mafias globales, rusas y chinas. Es el estercolero dejado tras suyo luego de la implosión de los socialismos marxistas.
Si hace un siglo el asalto al aparato de Estado ruso por los bolcheviques abrió paso a la instauración de la llamada “dictadura proletaria”, el asalto del aparato de Estado venezolano por el golpismo gansteril militarista ha dado paso a la instauración de la “dictadura de las mafias”. Es la profunda diferencia que existe entre la dictadura de partido único, militar y autocrático cubano, con esta dictadura mafiosa, de la que hoy se sirve sin la menor consideración a tradiciones ético revolucionarias. Aquella pertenece al pasado siglo, en donde se ha quedado anclada. Esta, su despojo, apunta a una nueva forma de control político social en la era del crimen globalizado: devastar el tejido institucional, corromper hasta la médula a las Fuerzas Armadas para convertirlas también a ellas en pandillas narcotraficantes y ladronas, y acomodar a sus disidencias –siempre relativas, siempre dispuestas a acomodarse a los entramados mafiosos y delictivos del poder, siempre prontas a claudicar y sumarse al pandemónium pandillesco– en una suerte de administración compartida. Tal fenómeno no es un atributo propio de los socialismos, sino de los fascismos. Como lo estableciera el gran sociólogo alemán Theodor Adorno: al final de su siniestro reinado, también el nazismo hitleriano se había convertido en un amasijo de pandillas. Y es prueba de la existencia global del gansterismo como teoría y práctica políticas.
Lo que la narcocracia no puede tolerar es dejar el poder, abandonar el campo y permitir que la anormalidad, que se ha convertido en norma, sea desplazada por el orden inmanente al Estado de Derecho. Son veintiséis años de esfuerzos por asaltar el poder y ya dieciocho por alterar radicalmente el funcionamiento de la sociedad, hasta desarticularla y reducirla al nivel primario de su barbarie. El desencajamiento de la República es total. Su economía, un saqueo de subsistencia. La autoridad, dominio de la marginalidad. En Venezuela ya es normal, incluso lógico, que la gente se muera de hambre o de mengua, carezca de los medios esenciales de supervivencia, haya vuelto a la economía del trueque y la fuerza incontrarrestable de la necesidad haya puesto a valer al dólar como la única referencia económica válida. Sube el dólar, sube automáticamente el precio de los bienes de consumo. Incluso de manera inmediata y automática. Antes de que usted alcance la caja, los artículos que ha escogido ya tienen otro precio. La economía venezolana ha sido literalmente destruida. Sin consideración de las vidas que se lleva por delante. Decenas de infantes están muriendo semanalmente en los hospitales públicos venezolanos. Por falta de insumos y medicinas, los venezolanos de todas las clases y todas las edades están muriendo a raudales. El sufrimiento alcanza cotas que no se veían desde los tiempos más tenebrosos de la tiranía de Juan Vicente Gómez y la Guerra Federal.
Cabe la pregunta esencial para acercarse a la circunstancia política: dado que al parecer no existen las fuerzas endógenas para terminar por desmoronar este corrompido y tenebroso edificio, ¿quién lo desmoronará? ¿Cómo enfrentar un tumor canceroso de la gravedad del que afecta al conjunto de las instituciones del Estado, particularmente de los factores armados, dado que pase lo que pase seguirían en poder de las armas de la descoyuntada república? El próximo gobierno asentado por las fuerzas capaces de imponerlo y respaldarlo ¿hará tabla rasa con ellas, mandará a la cárcel a los culpables y enviará a su casa a los inocentes, si los hubiere? Una vez comprobada la práctica inviabilidad de esta Venezuela mafiosa, ¿cuál es la Venezuela posible? ¿Quién y con qué fuerzas podrá hacerse a la tarea de reconstruirla?
Nos enfrentamos a un caso inédito históricamente. Es el derrumbe de doscientos años de historia. Volvemos al reino de las incertidumbres, que con patéticos reclamos le dirigiera el Libertador a los cielos: “La América es ingobernable para nosotros; el que sirve una revolución ara en el mar; la única cosa que se puede hacer en América es emigrar; este país caerá infaliblemente en manos de la multitud desenfrenada, para después pasar a tiranuelos casi imperceptibles, de todos colores y razas; devorados por todos los crímenes y extinguidos por la ferocidad, los europeos no se dignarán conquistarnos; si fuera posible que una parte del mundo volviera al caos primitivo, este sería el último período de la América”.
Bolívar fue injusto: confundió Venezuela con la América entera. La que se ha hecho ingobernable, está en manos de tiranuelos casi imperceptibles, de todos colores y razas, devorada por todos los crímenes y extinguida por la ferocidad, es su patria, Venezuela. 4 millones han seguido su consejo y han emigrado. Pero la situación es aún más grave de como se la pintaba al general Flores, a quien le recomendaba con toda sinceridad: “Mi consejo a Vd. como amigo es que en cuanto Vd. se vea próximo a declinar, se precipite Vd. mismo y deje el puesto con honor y espontáneamente”.
¿Se precipitaría Nicolás Maduro, él mismo, y dejaría el puesto con honor y espontáneamente como se lo recomendaba Simón Bolívar al general Flores? Ningún gobernante de la América caída en brazos de la anarquía y la disgregación se caracterizaba por la absoluta ausencia de honor y moralidad. El caso venezolano es la excepción. El honor y la moral brillan por su ausencia. No ha lugar para el optimismo.