Por segunda vez, en los últimos tres años, el panteón de mi familia, el que hemos cuidado siempre con esmero, ha sido violentado por desconocidos. Se trata de una propiedad que fue declarada monumento histórico por el Concejo Municipal del Distrito Federal el 9 de enero de 1963 “en consideración a que en él descansan los restos de ilustres venezolanos y sus familiares, quienes, en aras de la República y para legarnos una patria libre, no escatimaron esfuerzos y desinteresadamente lo sacrificaron todo para construir en un pedazo de América la República libre y soberana de Venezuela”.
La honrosa resolución del Concejo Municipal de Caracas se fundamenta en el hecho de que en el mencionado panteón reposan, entre otros restos mortales ilustres, los de Emilia y Magdalena Paúl Almeida, hijas de Francisco Antonio (Coto) Paúl, “el Mirabeau de la Sociedad Patriótica” (según apreciación del historiador Eduardo Blanco en su libro Venezuela Heroica) y los de Josefina Almeida Miranda, su esposa, sobrina del Generalísimo Francisco de Miranda, Precursor de la Independencia de Venezuela.
Contiguo a ese panteón estaba el de la familia Flegel, en el que yacían los restos de los descendientes del coronel de infantería Ludwig Flegel, comandante del Batallón de Tiradores de la Segunda División del Ejército Libertador que derrotó al ejército español en la Batalla de Carabobo para sellar definitivamente la independencia de Venezuela. Ese panteón fue totalmente destruido, removidos sus restos y vendido el terreno a otras personas. Así, sin ningún recato.
El panteón de la familia Flegel, que ya no existe, y el de mi familia, que aún subsiste en medio de la devastación generalizada que reina a su alrededor, eran sencillos, sin mármoles lujosos ni doradas balaustradas, como corresponde a personas honestas que nunca dispusieron de riquezas ni poderes mal habidos y que, por lo contrario, como se afirma en la declaración del Concejo Municipal de Caracas, lo dieron todo por la patria.
Lo anteriormente expuesto contrasta radicalmente con la nueva realidad del país y con la situación actual del vetusto camposanto caraqueño. A la entrada del mismo, a mano izquierda y a muy poca distancia de las honorables tumbas profanadas, se yerguen las lujosas tumbas en honor de los nuevos héroes de la patria: Lina Ron, Eliézer Otaiza, Robert Serra y Jorge Rodríguez padre, celosamente custodiadas y mantenidas por el personal del cementerio, que olímpicamente se desentiende de todas las demás. Fuera de la zona reservada a los héroes chavistas se extienden, como tierra de nadie, manzanas y manzanas de terrenos con sus viejas tumbas violentadas, lápidas fracturadas, urnas rasgadas, huesos revueltos y fosas abiertas llenas de escombros.
Ese irrespeto a los antepasados de familias honorables, permitido y promovido por la administración del cementerio, por pertenecer a la “oligarquía”, es otro de los muchos rostros oscuros del régimen, menos denunciado por tratarse de panteones que ya no tienen veladores, por muerte, vejez o salida del país de sus propietarios. Pero es obligación del Estado preservar el buen estado de los cementerios públicos por razones de humanidad, de dignidad ciudadana y por una elemental consideración de respeto a los muertos, sentimiento manifiesto en todas las culturas, aun en aquellas consideradas las más primitivas y atrasadas del mundo.
Quien quiera tener un testimonio directo, conmovedor y exacto de la situación del país en toda su dolorosa desolación, que se dé una vuelta por el Cementerio General del Sur.