El diálogo que en su desesperación pide el gobierno para prolongar su agonía no es igual a cambio, ni a elecciones generales, ni respeto por las mayoría representada en la Asamblea Nacional, ni significa libertad para los presos políticos y mucho menos la paz. Nos lo recuerdan permanentemente a través de sus discursos y sobre todo de sus acciones: conculcan los derechos políticos a los adversarios, los inhabilitan y en su empeño por torcer la realidad apelan al horror de la tortura para arrancar testimonios que involucren a partidos políticos –libres de toda sospecha– en actos vandálicos y hasta terroristas, cuando son ellos los que descaradamente demuestran la naturaleza criminal en todas sus actuaciones.
Los días de Semana Santa lo confirmaron, los grupos paramilitares del gobierno, esos vándalos y mercenarios que eufemísticamente llaman colectivos –una réplica de los Comités de Defensa de la Revolución cubana– no solo profanaron la celebración del Nazareno de San Pablo en la basílica de Santa Teresa e intentaron agredir al arzobispo de Caracas, cardenal Urosa Savino, sino que amenazan nuestras vidas y nuestro derecho de vivir en libertad. Las intimidaciones de Diosdado Cabello al anunciar la toma de Caracas con 60.000 motorizados, junto a la travestida milicia con armas de utilería y el intento de neutralizar a los diputados y dirigentes advirtiendo que saben donde viven y con quienes se reúnen, no hace otra cosa que acrecentar el malestar político y social.
Es terrorismo de Estado ejercido por un gobierno forajido. Apagan la candela con gasolina, desconocen la historia de los días finales en casi todas las dictaduras ¡cruentos!, como pasó con Hussein en Irak y con Gaddafi en Libia, hay que recordarles lo sucedido en Venezuela cuando cayó la dictadura de Marcos Pérez Jiménez, en 1958; los altos funcionarios y gobernadores perezjimenistas que pudieron sacar sus botijas llenas de dólares tuvieron que irse al exilio, sus propiedades fueron confiscadas por el Estado después de que el pueblo salió a saquear sus casas, a las que le arrancaron hasta las pocetas y las cerámicas de los baños. Aquella gente –salvo los esbirros de la Seguridad Nacional–, no acumuló tanto odio como los gobiernos chavistas, atizado por una despiadada inseguridad, hambre y mucha ruina.
Los hechos de San Félix en Guayana y de Villa Rosa en Margarita donde el presidente Maduro fue repudiado y tuvo que salir corriendo antes que la masa enardecida pudiera lincharlo es una advertencia de lo que podría ocurrir a su caída. No quieren verlo, desdeñan las señales, intentan transmutar los lamentables sucesos salpicados de tomatazos y huevazos presentándolos como “emboscadas de amor”, un discurso que solo puede engañar a verdaderos eunucos mentales. Entre las incontenibles demostraciones de “cariño” verdadero, la gente también arrojó junto con los huevos algunos objetos contundentes que por fortuna no dieron en el blanco de aquella mole con bandera presidencial. Peor habría sido que le hubieran tirado huevos podridos o una bomba molotov, y con esto no quiero dar ideas.
Esas reacciones populares de desprecio y decepción son el resultado de muchos años de entrenamiento revolucionario para la barbarie. No pueden quejarse, han modelado la conducta de muchos ciudadanos que se comportan salvajemente, que tiran huevos y saquean. A Maduro le vendría bien un baño de humildad, pero el abucheo y los huevos estrellados le han excitado la soberbia y exacerbado el miedo, se dispone ha tomar venganza con su cúpula de militares facistoides para impedir la inevitable caída. Maduro es el icono de un fracaso estrepitoso. La hora de la verdad se aproxima.
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