Escribo a menudo sobre la destrucción de la república y la ruptura del tejido de la nación en Venezuela, resumiendo su circunstancia. Y destaco su urgencia de patria, “donde el pueblo es libre como debe serlo”, diría Miguel J. Sanz, uno de nuestros padres fundadores.
Agrego hoy que no muere la soberanía, fuente de la democracia y su legitimidad, cuando sus diputados son secuestrados; pues soberano es el pueblo, incluso hecho hilachas. Mientras resuene la voz de algún venezolano, adentro o afuera, como hijo de la patria lo que “le toca es ser propicio a ella”.
En 1810, a falta de Fernando VII y dada su traición nos dimos una junta. Al caer la Primera República, traicionado Francisco de Miranda por los suyos, la empresa de la independencia no cede. Y cuando las espadas de la libertad pretenden conservar el poder a costa de nuestra libertad, José Antonio Páez nos da una república. La dibujan, por su encargo, los representantes del pueblo, los ilustrados sin armas. A las armas les exige respetar a la soberanía, al propio pueblo.
En ese ese ir y venir, como es propio de la historia humana y consecuencia de sus miserias, salvo para quienes la reducen a causas y efectos, nos hemos movido los venezolanos a lo largo de los años.
Nuestra república civil se inaugura mediante un pacto tácito con el mundo militar. En él trabajan con denuedo, primero, en 1958, el presidente y profesor Edgar Sanabria, quien sucede a la cabeza de la Junta de Gobierno al almirante Wolfgang Larrazábal. Luego, Ramón J. Velásquez, secretario del presidente Rómulo Betancourt desde 1959, pues este es refractario a los militares por el desenlace de los sucesos del 18 de octubre de 1945.
Velásquez logra que le apoyen y le ayuda la circunstancia, la ocupación preferente de los hombres de armas en la defensa del país ante la agresión armada de los cubanos. Y llegada la pacificación, venidos los perdones y las amnistías, que los inaugura Raúl Leoni y concluye como esfuerzo Rafael Caldera, a partir de 1969, el desafío es ingente: ¿Qué hacer con los militares, para bien y para mal nuestros árbitros históricos, en tiempos de ruptura institucional?
Se les ocupa, así, en su formación democrática e incorpora al desarrollo nacional, como lo prescribe la Constitución de 1961. Se les hace universitarios, se les facilitan los grados y posgrados en las universidades civiles, incluidas las extranjeras. Hasta se les cruza en su formación, como paso previo al generalato, con el mundo civil y empresarial, en el ámbito de los Altos Estudios.
La fractura que sufre el mundo militar en 1992 no es, pues, peccata minuta. Que sean más de seiscientos los oficiales superiores y subalternos “universitarios” quienes la provocan, representa un grave traspiés para la nación, dada su historia.
Eso lo entiende a cabalidad Carlos Andrés Pérez. Luego de evaluar a fondo el asunto se empeña en la reunificación afectiva y efectiva de los militares, a contrapelo de algunos de sus colaboradores civiles. Decide la política de perdones e inicia los célebres sobreseimientos. Dicta decretos y restablece su comando alrededor del mundo castrense. Pudo alzarse y no lo hizo, por ser un demócrata cabal. Paradójicamente, lo tumban los civiles.
Velásquez, que viene de atrás, que conoce bien y en sus entrañas nuestro dilema existencial, sostiene el proceso pacificador y los sobreseimientos. Los faltantes se los pasa a Rafael Caldera, advirtiéndole del otro golpe que, no obstante, cocina ahora el Alto Mando. Y con firmeza y sin desplantes este alcanza a revertirlo –es parte junto a Betancourt de la escuela de Puntofijo– y se gana, inevitablemente, el odio de los relegados. La república se sostiene.
Caldera cierra la política de pacificación –prometida por los candidatos que compiten junto con él y debatida por el Congreso electo de 1993– con un detalle que lo separa de sus antecesores: A los comandantes del 4-F les quita el uniforme y les aleja del comando militar.
Siendo el presidente más débil de la democracia, atrapado por el vendaval de la crisis financiera venida de atrás, tampoco lo tumban los militares. Pérez, Velásquez y Caldera cumplen, como estadistas, con Venezuela.
¿Que eran árbitros los militares? Sí, desde siempre. ¿Que fue el precio que nos impuso Simón Bolívar desde 1819? Es una verdad como la catedral. Tanto que, para designar a Velásquez como presidente provisional, una vez salido Pérez, los diputados los consultan. Aquellos rechazan el nombre de Carlos Delgado Chapellín. El diálogo entre el poder civil y Fuerte Tiuna es, como antes, la constante.
Faltaría explicar lo que solo puede entenderse leyendo a J. B. Vico: “il corso e ricorso” de la historia, que es elíptica, a saber, que son los civiles y sus élites los que ungen a un ex militar como candidato –en las encuestas el último hasta febrero de 1998– y es el pueblo mayoritario, en ejercicio de su soberanía, que no le pertenece a ningún gobernante ni le da licencia para escoger a sucesores, quien lo hace mandatario.
La cuestión es que el arbitraje de los militares los ha llevado hasta el secuestro actual de la soberanía. Y lo crucial es saber cómo se forja un diálogo leal y creíble entre los universitarios de uniforme y los del Parlamento, para restablecer los equilibrios perdidos. Las amnistías de estos ya no les bastan como en el pasado.
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